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Juan Carlos Girauta

Del campanario

Cataluña es un país tan coherente que a fuerza de subvencionar la cultura catalana ha dejado en nada la esplendorosa literatura en catalán de los años setenta, justo antes de que empezara la "discriminación positiva".

Cataluña es un curioso país donde los mossos d’esquadra se dedican a proteger los intereses de La Vanguardia –a modo de policía privada represora de derechos fundamentales–, impidiendo a empleados descontentos de Godó el acceso a los recintos de celebración de la Diada por vestir camisetas alusivas al rotativo. A los dirigentes del PPC o a los de Ciudadanos de Cataluña no tienen que detenerlos los mossos porque ya no van: la muchachada independentista ha ganado la partida de la calle con sus amenazas, insultos, lanzamiento de monedas y escupitajos.

Cataluña es un país entrañable cuyos políticos apoyan casi unánimemente al penúltimo descuartizador del cadáver de Lorca. No en balde le adorna el mérito de haber calificado a España en público del mismo modo que muchos lo hacen en privado. No reproduciré lo que todos conocen; el asunto me cansa, que se vayan a cagar ya con el puto Rubianes.

Cataluña es un país con sus propias normas. Si uno compra aquí El Mundo atraído e identificado con la denuncia de portada –la complicidad del socialismo catalán con el sembrador de violencia Rubianes (a ver si le explotan los cojones)–, tendrá que pasar por la cuota de un articulista fijo que, desde las prescindibles páginas de la edición regional, le enmienda la plana a su medio: Mi hermano Pepe Rubianes, se titula su pieza, que termina con "un beso muy fuerte, Pepe. No pasarán. ¡Salud!"

Cataluña es un país tan coherente que a fuerza de subvencionar la cultura catalana ha dejado en nada la esplendorosa literatura en catalán de los años setenta, justo antes de que empezara la "discriminación positiva". Un país cuyos responsables de inmigración –competencia que no tienen pero se atribuyen– priman al magrebí por encima del hispanoamericano porque este tiene la mala costumbre de pensar y hablar en el idioma materno de la mayoría de los catalanes. Tantos años de ingeniería social no van a echarse por la borda cuando la cosa empezaba a estar fifty-fifty.

Cataluña es un espacio discursivo donde Artur Mas, el líder de la gente que se cree más cabal, propone la equiparación de trato de los idiomas castellano y japonés en la educación... y no tiene que dimitir inmediatamente. Cataluña es un club multitudinario que en su día se movilizó con éxito, bajo la batuta del joven Jordi Pujol, para que destituyeran de su cargo al director deLa Vanguardia, Luis Galinsoga, un Rubianes anticatalanista, en más fino. Un medio privado no podía –¡en pleno franquismo!– estar dirigido por quien insultaba a Cataluña. Y Franco movió el dedo: que lo echen. Hoy, en esta democracia de entoldado que levanta prejuicios pueblerinos en mitad de una urbe compleja a la que ignora, la movilización se organiza a favor del Galinsoga inverso, simétrico y zafio. Del campanario, Pepe, del campanario.

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