La unidad de mando de policía y Guardia Civil sólo puede significar dos cosas: o bien se trata de militarizar la primera, que no parece, o de hacer más policíaca a la segunda. Hubo negras leyendas de tricornios sombríos y hubo mentiras históricas sobre el papel del cuerpo durante la Segunda República y la guerra civil. Hubo versos de Lorca que los dejaron para siempre con el alma de charol, jorobados y nocturnos. Y hubo el golpe de Tejero, y uniformados escapando por las ventanas del Congreso al amanecer. Cosas que no han hecho bien a la institución.
Pero la erosión permanente procede de motivos más concretos: la vida dura, las bajas pagas, el rechazo, la ingratitud, el aislamiento en la periferia nacionalista, la amenaza constante y latente del PSOE, que no ha renunciado nunca al prejuicio de la desmilitarización. Y Roldán.
Han tenido que ser potencias extranjeras, a veces con formidables ejércitos, las que nos revelaran el extraordinario valor operativo y pedagógico de la Guardia Civil en misiones internacionales, donde a nuestros agentes les favorece no ser policías ni ejército convencional... pero ser un poco de ambas cosas a la vez. En Irak, antes de que Rodríguez nos hiciera salir corriendo, expertos americanos ensalzaron asombrados los rasgos de la Benemérita.
La decisión del mando único, tomada con sospechoso secretismo, puede tener que ver con fisuras, con incómodos nombres propios, con motivaciones non santas. Desde el primer libro del 11-M, el de Casimiro García Abadillo, supimos de la increíble descoordinación entre maderos y picoletos, que diría Del Pozo. Corregir esas cosas no parece criticable. Pero el modo, las formas y el momento delatan el intento rubalcábico de mantener en el silencio de los archivos polvorientos o en la nada de los expedientes desaparecidos la investigación del 11-M, que hace aguas. Mayores. Asimismo, se trata de detener de una vez por todas las filtraciones anónimas que están haciendo trizas la versión oficial de los atentados de Madrid. A ver si pueden.