La vida política mexicana parece sumergida en el realismo mágico desde hace muchos años. Ha sido dirigida por el Partido de la Revolución Institucional, una contraditio in terminis, luego presidida por un presidente de la división de América Latina de Coca-Cola con pinta de cowboy y ahora, cuando comenzaba a consolidarse la democracia, observa impotente como el Partido de la Revolución Democrática (PRD), que nació precisamente para luchar contra el fraude electoral tras el famoso apagón electoral que llevó a la Presidencia de México a Carlos Salinas de Gortari en 1988, renuncia a las urnas y se lanza a la calle poniendo en práctica una nueva forma de revolución.
Su candidato presidencial, Andrés Manuel López Obrador, vio el lunes como sus últimas esperanzas de alcanzar la Presidencia de México democráticamente se esfumaban tras la resolución del Tribunal Electoral Mexicano que, tras analizar las incidencias de las 375 mesas impugnadas por su partido, decidió anular todos los votos de esas mesas, manteniéndose una diferencia de 240.000 votos a favor de Felipe Calderón.
El ex alcalde de la ciudad de México, que tras las elecciones tomó la calle para exigir un recuento de los votos, rechazó el fallo del máximo tribunal electoral y, tras convocar una Convención Nacional Democrática para el próximo 16 de septiembre, ha anunciado la formación de un gobierno de resistencia, ante lo que considera una usurpación del poder.
El resultado ya anunciado será "la creación de un gobierno de resistencia durante el tiempo que dure la imposición" que tomará posesión el próximo 20 de noviembre, día de la revolución mexicana o el 1 de diciembre en lo que sería una ceremonia paralela a la toma de posesión de Felipe Calderón, al que no reconoce como presidente.
Aunque sus partidarios han ido dando la espalda a su estrategia de confrontación callejera, y le han pedido que acepte su derrota para garantizar la estabilidad del país, López Obrador sigue liderando un partido desorientado y con cierta tradición de no aceptar los resultados electorales ni siquiera en sus elecciones internas.
Nadie duda de su voluntad y capacidad para seguir adelante con este chantaje; el Peje –apodo con el que se conoce a López Obrador– nunca ha demostrado mucho apego a la ley, protagonizando anteriormente acciones como la toma y quema de pozos de petróleo de la compañía estatal PEMEX. A esto se uniría el apoyo incondicional de Hugo Chávez, que puede echar una mano para mantener la movilización y el peligro de aceptar la derrota, algo que podría amenazar su fututo político inmediato; al quedar sin un cargo electo desde el que mantener su imagen pública, podría correr la misma suerte que su predecesor en la candidatura en el PRD, Cuauhtémoc Cárdenas.
La actitud de López Obrador, que amenaza con bloquear la vida política de México por tiempo indefinido, supone un peligro doble para la vida de un país recientemente renacido a la democracia. Cuestionar un proceso electoral en el que participaron más de 24.700 observadores mexicanos y 693 extranjeros que no detectaron ninguna irregularidad durante la jornada electoral, en un país en el que el fraude electoral ha mantenido en el poder al PRI durante más de 70 años, supone poner a prueba las instituciones que, lideradas por el IFE, abanderaron la transición a la democracia a principios del siglo XXI.
La llamada la rebelión cívica no es más que una forma moderna de revolución, pues pretende alcanzar el poder obviando el procedimiento democrático. No es algo nuevo en los últimos tiempos en Iberoamérica y sigue la línea de lo ocurrido en otros países como Bolivia con el MAS y Ecuador con la CONAIE, en los que la acción de la calle logró ir derrotando sucesivamente gobiernos hasta forzar la convocatoria de elecciones en un momento de crisis absoluta en las que el poder caía como fruto maduro. La resurrección del mito indigenista y el apoyo de Chávez son otros elementos que han colaborado con la realización de este nuevo sueño revolucionario. Si López Obrador optará por este camino no está claro quién resultaría finalmente ganador, lo que es seguro es que sólo habría un gran perdedor: México.