Es sabido que existen, pero ese conocimiento peca de abstracto hasta que la silueta se rellena con gestos y expresiones. Por eso, y sólo por eso, conviene a los que no habitamos allí visionar la televisión que controla el gobierno vasco. Pasado el choque que produce comprobar cómo se reviste de normalidad la anomalía, topamos con los personajes. Los clones que manufactura la fábrica criminal aparecen en la pantalla con título de analistas. Son esos analfabetos funcionales tan respetables para el PNV como lo es el espectáculo de unas calles ocupadas por los seguidores de una banda de asesinos en un rincón de esta Europa democrática y selectiva en su defensa de los derechos humanos. Pero los que posan como verdaderamente respetables no son los ayudantes de los matarifes, sino otros: los que cubren de justificaciones la sangre vertida y consienten ese pogrom cotidiano que sufren los no nacionalistas.
Son esos ciudadanos de a pie, esas gentes del común, que toleran las tropelías y, en caso de duda, se ponen del lado de sus perpetradores. Podrán lamentar la quema de un autobús y el destrozo de un cajero, pero defienden con uñas y dientes el derecho de los terroristas a manifestarse, a homenajear a sus pistoleros y a convertir las fiestas en rituales, sí, pero de exaltación de los asesinos. Son esas personas mayores que abordan a Gotzone Mora en la calle para decirle que se vaya de su tierra. Es el rebaño de fieras que la rodea en su pueblo para insultarla. Es el señor, tan respetable él, que sale en la ETB, temblorosamente indignado contra María San Gil. ¡Había ido al mercado de Guecho a provocar! A cultivar su victimismo fue, bien a sabiendas de que se armaría. Aunque, chis, cuidado, que él condena esos actos de violencia. La misma cantinela repugnante que, desprovista de la coda condenatoria, aparecería luego escrita en una web próxima al PNV.
Los "analistas" etarras no ocultan que se perciben como ganadores en un futuro próximo. Si lo logran, y no será por falta de ayuda del PNV ni de Zapatero ni de cuantos respaldan su suicida juego con quienes no respetan regla alguna ni tienen otro designio que hacerse con el poder, esos programas de entretenimiento televisivo servirán para documentar cómo surgió un grumo totalitario en la cremosa superficie de la Europa del siglo XXI. Podrá verificarse así de qué pasta estaba hecha la parte de la sociedad civil que cedió ante el empuje de la violencia y clamó contra quienes querían hacerle frente. No existía la televisión en la época de ascenso del nazismo. Pero puede imaginarse a un Herr Schmidt cualquiera encocorado por la desfachatez de un judío, que había querido entrar donde no debía, en el espacio reservado para los buenos alemanes, los auténticos, y fue apaleado en consecuencia, justamente. Y ese Schmidt se parecería al tipo que acusaba a San Gil. Ambos olerían a la misma mezcla de sudor, miedo, sumisión e interés, efluvios de los que sale idéntica resultante: la culpabilización de las víctimas.
Ocurre en el País Vasco, pero podía suceder en cualquier otra parte. De hecho, sucede. Y sucedió. Encontró entonces, como encuentra ahora, sus tipos, sus caracteres, su población leal, marcados todos por la predisposición a aceptar el vasallaje a cambio de un poco de tranquilidad, esa que luego les será hurtada, sin remedio. Ahora son pequeños zetapés y los hay en toda España, por no ir más lejos. Creen, contra toda evidencia, que compran seguridad o poder con una chequera repleta de cesiones. Y están dispuestos a sacrificar a los que no pasen por el aro. La historia no se repite, pero debe consignarse que la tolerancia del poder judicial con la violencia y el derrumbe del Estado derecho ya precedieron a la instauración de la barbarie.