"¿Dr. Livingstone, supongo?", exclamó en el corazón de Africa Henry Morton Stanley al encontrar al explorador perdido. Si yo hubiese tenido hoy la mala idea de ir al centro de Santiago de Compostela, ante cientos de energúmenos vociferantes, hubiese podido preguntar con idéntica certidumbre (aunque también con riesgo para mi integridad física): "¿Nunca Máis, supongo?".
Se manifestaban contra el "fuego". Extraño achaque, pensaría un lector de país lejano. ¿Por qué esta elección? ¿Por qué no se manifiestan contra la tierra, el aire, el agua, o contra los cuatro elementos esenciales juntos, según la doctrina de Empédocles y otros sabios de la antigüedad? Graves cuestiones cuya elucidación está al alcance sólo de los dirigentes políticos nacionalsocialistas y a de sus escribas a sueldo, incendiarios de la convivencia que, en el colmo de la desfachatez se presentan, encima, como víctimas de la derecha más o menos extrema.
Hay una prueba objetiva, fácil y concluyente para distinguir un régimen democrático de otro que no lo es y, consiguientemente, para desenmascarar a los déspotas disfrazados de demócratas: en un régimen democrático la quiebra y los fallos en la dirección de los asuntos públicos se deben al Gobierno (o a fuerza mayor), pero nunca a los que no gobiernan. Naturalmente, los fallos del Gobierno no implican necesariamente que la oposición lo hubiese hecho mejor. Por ello, la oposición ha de esforzarse en convencer a los ciudadanos de que así habría sido. Si sus argumentos los convencen ganará las próximas elecciones y se convertirá en nuevo Gobierno.
Por el contrario, en régimen despótico los fallos del Gobierno se deben a la labor de zapa de la oposición, que impide que sus políticas puedan ser implementadas o que, de serlo, desplieguen su entero potencial benéfico. La lógica del régimen despótico lleva así aparejada la irresponsabilidad de los gobernantes. Por zafios, incompetentes, perezosos y perversos que puedan ser, nada podrá reprochárseles, pues la culpa es de la oposición. De aquí dos consecuencias frecuentemente asociadas a las tiranías: la ineficacia de sus gobiernos, ausente cualquier estímulo a la responsabilidad de los gobernantes, y el triunfo en la lucha por el poder de los menos escrupulosos.
Los energúmenos de Nunca Máis han ladrado, sin una sola prueba, que la culpa de los incendios la ha tenido el PP. Cuando gobernaba este partido, la culpa de los incendios la tenía el Gobierno. Ahora que gobiernan los nacionalsocialistas, la culpa la tiene la oposición. Los incendiarios, dicen ahora, son terroristas, pero si fuesen terroristas de verdad ya estarían propiciando una mesa de diálogo, como hacen en el País Vasco con ETA. No hay ninguna constancia de que haya tramas, pero si las hubiera, los conjurados lo tendrían fácil: bastaría que reivindicasen una Galicia sueva, o cosa parecida, para adquirir prestigios progresistas.
Estos energúmenos también han gritado otras muchas cosas, a veces contradictorias. Por ejemplo, que la política forestal de la Xunta de Galicia en los últimos veinte años ha propiciado los fuegos forestales. Pero en ese período hubo un Gobierno tripartito de mayoría socialista que no sólo fue una calamidad en la gestión de la lucha contra el fuego, sino que no diseñó ninguna política forestal alternativa (y tuvo dos años y medio de duración, período de sobra para al menos bosquejarla). Y el actual Gobierno nacionalsocialista, en más de un año, tampoco había reparado, hasta los incendios, en tal apremiante necesidad.
Qué más da. Los nacionalsocialistas han lanzado a la calle a sus perros de presa (y el Consejero de Trabajo de la Xunta, del Partido Socialista, rostro de cemento armado, se sumó a la manifestación). Bosques y matorrales han ardido, no se sabe bien por culpa de quién. En cambio, sí se sabe que los bomberos gubernamentales se proponen quemar la libertad y la democracia. Son bomberos extraídos de Fahrenheit 451.