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Enrique Dans

Exhibición impúdica

Una exhibición impúdica de sus curiosidades, sus intereses, sus pasiones ocultas, sus intenciones; en definitiva, su vida. Esa información no debe poder ser almacenada, no debe estar en poder de nadie. Es más de lo que nadie tiene derecho a saber.

En febrero de este año, el gobierno norteamericano solicitó a Yahoo!, AOL, Microsoft y Google que entregasen una muestra aleatoria de las búsquedas de sus usuarios con el fin de evaluar la gravedad del problema de la pornografía infantil. Mientras Yahoo!, Microsoft y AOL entregaron los datos solicitados sin rechistar, Google se negó a hacerlo, ante lo cual el gobierno pasó a solicitarlos por vía judicial, lo que le autorizó únicamente a obtener información parcial. Pues bien, el asunto no terminó ahí. Varios meses después, una de las empresas implicadas, AOL, tomó una decisión aparentemente inocente y bienintencionada: dado que había generado el fichero solicitado, correspondiente a veinte millones de búsquedas realizadas por seiscientos cincuenta y siete mil usuarios identificados únicamente por un número, decidió publicarlas en Internet con el fin de colaborar con la comunidad académica.

¿Qué conlleva una decisión así? Aparentemente poco. Después de todo, y en eso consistió el razonamiento de la empresa, los nombres de los usuarios no estaban en el fichero, y no había por tanto información que permitiese vincular las búsquedas realizadas con personas con nombre y apellidos, cara y ojos. ¿O tal vez sí?

Deténgase por un momento y piense en la cantidad de veces que ha utilizado un buscador de Internet últimamente. Piense en todas las búsquedas, absolutamente todas las que haya podido hacer en él, y piense que, aunque usted no le haya dicho su nombre –cosa que posiblemente sí haya hecho en el caso de la mayoría de los buscadores actuales–, las búsquedas sí están identificadas y agrupadas como pertenecientes a una única dirección IP, que puede ser suya, o suya y de otros usuarios, de su familia, etc. Ahora imagínese la imagen que se haría de usted alguien que únicamente viese lo que busca en Internet. Incluya todo, desde las búsquedas que hace para su trabajo o para satisfacer su curiosidad, hasta las que hizo aquel día con unos amigos cuando intentaron localizar fotos de su actriz favorita, o cuando intentó ampliar información de una noticia del telediario, o cuando... todo. Ahora combínelo con las veces en las que le ha dado por uno de los deportes más practicados en Internet, el ego-searching, o búsqueda del propio nombre. O con las veces que ha buscado información local, la cartelera de los cines cercanos, la dirección de una tienda… todo. ¿Qué ocurriría si dicha información, aún sin su nombre adscrito a ella, pasase a estar disponible para cualquier usuario de la red?

Pues pasaría, precisamente, lo que está pasando ya: que de repente tenemos mucha más información de la que realmente desearíamos saber. Y que si buscamos, encontramos. Así, empiezan a aparecer usuarios, como el 4417749, una viuda de sesenta y siete años de Georgia, que reconocen que esas son, efectivamente, sus búsquedas, y que sienten su privacidad completamente violada. O como el usuario 17556639, aparentemente obsesionado por asesinar a su mujer, posiblemente decapitándola. O miles de usuarios más, de los que sabemos, decididamente, mucho más de lo que nadie debería saber. A través de la parcial ventana de las búsquedas realizadas en la red, éstos ofrecen una imagen completamente distorsionada, cosas que ni ellos imaginaban ni de sí mismos.

Al darse cuenta de la magnitud de su acción, al ver las primeras gotas del chaparrón que se avecinaba, AOL se ha apresurado a publicar una disculpa y a retirar el fichero. Pero como bien saben algunos, no hay información que pueda ser retirada de Internet. Las copias se encuentran ya en miles de sitios, circulan en redes P2P y pululan por los discos duros y las redes de los lugares más insospechados. Y mucho más allá de los posibles problemas que pueda originar a los más de seiscientos mil implicados semejante exhibición impúdica de su información personal, lo que se discute esta vez, ante el peso de la evidencia, es la importancia del derecho a la privacidad. Más allá de que insultemos a AOL por su cándida decisión, más allá de que simpaticemos con Google por haberse negado inicialmente a facilitar la información y luchar hasta el fin por su derecho a no hacerlo, hay algo mucho más importante: el derecho de los usuarios a su privacidad. Es como si en el mundo real, alguien le siguiese e intentase deducir quién es usted únicamente a partir de fugaces pedazos de lo que hace en su día a día, como si capturase flashes, intentase reconstruir la imagen de una distorsionada realidad, y después la proyectase sobre una pared para que todo el mundo la viese. Una exhibición impúdica y parcial de sus curiosidades, sus intereses, sus pasiones ocultas, sus intenciones; en definitiva, su vida. Esa información no debe poder ser almacenada, no debe estar en poder de nadie. Es más de lo que nadie tiene derecho a saber.

Este incidente de AOL no es una frivolidad. Es mucho, mucho más importante de lo que parece. Nos ha confrontado con nuestros peores miedos, el miedo a ser juzgado a partir de visiones distorsionadas de la realidad, el miedo a las arbitrarias decisiones del tribunal de la Santa Inquisición. ¿Quién podrá sentirse seguro buscando algo en Internet? ¿Proliferarán las herramientas para enmascarar la identidad y preservar el anonimato? ¿Cundirán las teorías sobre conspiraciones y grandes hermanos? Por muy imbricado que esté el capturar información de los usuarios en el modelo de negocio de una empresa, es preciso poner unos límites. Lo ocurrido sólo es el anuncio de muchos más problemas que vendrán si esto continúa así. Ante la exhibición impúdica de AOL, los usuarios de Internet han perdido la inocencia.

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