El principal inconveniente de las mentiras es que tienen un recorrido muy corto. Las que el Gobierno ha estando empleando de un modo intensivo para encubrir la intervención española en Afganistán han llegado a su lógico e inevitable corolario. Ha hecho falta la vida de 80 militares para poner en evidencia que, a ese país, no se ha ido en misión de paz, sino de guerra, de una guerra necesaria, la que Occidente libra contra el terror y el fanatismo que, todavía hoy, es dueño de buena parte de Afganistán.
Esto, sin embargo, el Gobierno no lo ve así, o no quiere verlo así. Desde el preciso instante en que el primer gabinete Zapatero tomó posesión del cargo, ha vivido obsesionado por el fantasma de la guerra. Un fantasma en cuyo altar sacrificó sus mejores esfuerzos de oposición y la coartada perfecta que reportó a los socialistas cuantiosos réditos en materia de propaganda. Pero gobernar es diferente. Tras la falsa tramoya del pacifismo místico y el “dejarse matar”, España tiene unos compromisos internacionales que no pueden romperse. La cobarde huida de Irak buscando el beneficio electoral inmediato puso a Zapatero en una incómoda posición frente a nuestros aliados. Aumentando el contingente español en Afganistán y vendiéndolo como una contribución a la paz pensó que todo estaba arreglado. Nada de eso.
Afganistán es más peligroso que Irak, el número de bajas aliadas así lo confirma. No en vano, los muertos españoles son, en proporción al número de tropas, casi equivalentes a los que Estados Unidos está sufriendo en Irak, y, curiosamente, de estas últimas cifras sí que se hacen eco los terminales mediáticos del socialismo con especial delectación. Las semejanzas entre ambos escenarios no se quedan ahí. Irak y Afganistán forman parte del mismo dispositivo global, el de la guerra contra el terror patrocinada por Washington. Son, además, dos campañas paralelas con un enemigo común bendecidas ambas por las Naciones Unidas. Porque, aunque Zapatero se lo calle, la intervención aliada en Irak cuenta con el respaldo de la ONU desde hace más de dos años.
El cuento de la “guerra mala” de Irak, y la “guerra buena” de Afganistán no se puede sostener. Y no puede hacerlo porque guerras buenas no existen. A pesar de que el Ministerio de Defensa se haya empleado a fondo para colocar de matute a los ciudadanos que, en Afganistán, nuestras tropas son algo parecido a una ONG, lo cierto es que no es así. Los militares desplazados hasta el país asiático son fuerzas de combate profesionales, altamente cualificadas y preparadas para la guerra. Cantidades industriales de demagogia y desinformación han conseguido que, hasta la fecha, algo tan elemental pase desapercibido, pero los muertos no se pueden ocultar. Esto, el Gobierno lo sabe, pero sigue mintiendo, la marca de la casa es indeleble.