La creencia en el comunismo, o algo parecido, no puede sostenerse sin el espejismo de la ilusión, que es la falsedad proyectada hacia el futuro, pero tampoco sobrevive sin una buena ración de mentiras sobre el pasado. En ese negociado sólo le hacen la competencia los nacionalistas, que han de someter a un eterno y tedioso retorno a su revoltijo de mitos, leyendas y tergiversaciones de la historia. Siempre sirven el mismo rancho, y la única sorpresa que suscita su aparición en la sala es que aún haya quienes estén dispuestos a tragarlo. Y quienes, sin asomo de curiosidad ni adarme de crítica, den por buenas las versiones de los hechos que propalan.
Pongamos el Estatuto de Autonomía de Galicia de 1936, cuyo aniversario acaban de celebrar socialistas y nacionalistas galaicos con el ritual sentimentaloide y de exaltación "nacional" que impregna de pegajosas lágrimas de cocodrilo estas efemérides. "Nacional" he dicho, porque de hacer caso de sus proclamas, aquel texto, que no llegó a aplicarse por el estallido de la guerra, también fundamenta su pretensión actual de definir a Galicia como nación. Pero todavía no se ha sometido el Estatuto del 36 a la reescritura orwelliana, de modo que sigue atreviéndose a decir con descaro, y en su artículo primero, lo siguiente: "Galicia se organiza como región autónoma en el Estado español, con arreglo a la Constitución de la República y al presente Estatuto".
Región, dice, y no nación, ni carácter nacional, ni mucho menos aparece, pues aquella gente, con todo, era más seria, el disparate de la nación de Breogán. Pero la duplicidad de estos políticos les permite rendir homenaje a aquel Estatuto, y ocultar al tiempo su contenido. Y para esa estratagema, como para otras, cuentan con una oposición que no tiene los reflejos de airearlo y de pedir, ya puestos, que en efecto sirva de base para esa reforma que a nadie interesa, salvo a los partidos en el gobierno. A fin de cuentas, es un texto corto, bien escrito y comprensible, cosa que no puede decirse del actual ni, por lo que promete, del venidero.
El único borrón del Estatuto gallego del 36 es el "santo pucherazo". Se requería una participación de dos tercios del electorado, y los padres del invento no dudaron: votaron hasta los muertos. Algunos de los vivos fueron a las urnas dos veces. Y hasta las fotos de los periódicos se prepararon para que no deslucieran la ocasión unas imágenes desoladas de los colegios electorales. Los galleguistas hicieron así por el pueblo lo que el pueblo no quería hacer. Y gracias a esa usurpación, que todavía se justifica las pocas veces que se habla de ella, hoy puede felicitarse el antiguo alcalde de Allariz, no sospechoso de excederse en el respeto a los procedimientos democráticos, de la gran "participación" en aquel referéndum.
Aún lo hizo ayer el hoy vicepresidente, mientras inauguraba en Compostela una exposición institucional bajo el título "Nazón de Breogán". Porque esa chifladura no ha sido un ramalazo pasajero. Y mientras muchos se carcajean en privado, en público, nadie rechista. Los libros de historia no lo dirán, pero es así: al alborear el siglo XXI, Galicia soltó las fastidiosas amarras con el mundo real y entró en el reino de la mitología.