La palabra lobby es un anglicismo reconocido en el diccionario de la RAE, cuyo primer significado proviene del latín lobia, y hace referencia al claustro de un monasterio. Precisamente esa acepción de "vestíbulo de un hotel y de otros establecimientos como cines, teatros, restaurantes, etc., especialmente si es grande", fue la que dio origen a la segunda, "grupo de personas influyentes, organizado para presionar en favor de determinados intereses". La Historia nos cuenta que entre 1869 y 1877, la mujer del entonces presidente norteamericano Ulysses S. Grant le prohibía fumar en el interior de la Casa Blanca, ante lo cual el Presidente se iba a disfrutar de sus cigarros al lobby del cercano Hotel Willard, en cuyos sillones se relajaba dando bocanadas de humo. Al ser visto frecuentemente allí, algunas personas y grupos que buscaban influencias políticas comenzaron a utilizar esos momentos de relax del mandatario para entablar conversación con él, intentando influenciarle en el sentido que más les interesase. Con el tiempo, la práctica del lobbying se volvió cada vez más sofisticada hasta el punto de que casi la mitad de los cargos electos en una legislatura determinada pasaban a ingresar lobbies de poder cuando su mandato terminaba y no eran reelegidos. La práctica, de hecho, ha llevado a tales abusos, que en marzo de este año 2006, el Senado norteamericano se vio forzado a debatir y aprobar la Legislative Transparency and Accountability Act, una declaración que intenta regular las actividades de este tipo de grupos y las prácticas que pueden y no pueden utilizar para llegar a influenciar a los políticos electos.
En España, como en otros países, la práctica del lobbying se encuentra escasamente regulada, y la influencia de algunos de ellos es notable, hasta el punto de ser ellos quienes, de facto, inspiran decisiones y leyes en lugar de los propios políticos que en virtud de la voluntad de los votantes deberían hacerlo. El político medio, además, no tiene el más mínimo empacho en mostrarse con los representantes de dichos lobbies, a los que otorga plena carta de naturaleza, prestigio social, y un poder de interlocución a veces elevadísimo. Su omnímodo poder llega hasta el punto de que sus propuestas son, en muchas ocasiones, aprobadas de manera casi directa, sin debate, o a través de comisiones integradas por personas afines a sus intereses, en las que otras posibles voces y visiones se encuentran completamente ausentes. De hecho, hemos llegado a un punto en el que el ciudadano medio se plantea si hace bien en acudir a votar: total, ¿qué influencia tienen los votos frente a esos poderosos lobbies de presión capaces de torcer voluntades e influenciar poderosamente la redacción de las leyes a favor de sus intereses? Cuando la actuación y el poder de los lobbies resulta excesiva, los propios cimientos de la democracia se ven socavados, prostituidos, y se llega a una situación de divorcio entre el político y sus votantes en la que, como en la famosa "Rebelión en la granja" orwelliana, "todos los animales son iguales, pero algunos son más iguales que otros".
En España, dos lobbies en concreto pululan en la escena tecnológica y amenazan de manera constante el desarrollo de la llamada sociedad de la información: el lobby de las telecomunicaciones, y el de los derechos de autor. Ambos están integrados por personas que defienden poderosísimos intereses económicos, y que provienen de situaciones monopolísticas en las que, históricamente, han disfrutado de prebendas inimaginables. Cualquier personaje de la vida política puede, en un momento dado, recibir una llamada de uno de estos lobbies, que le hablará además con total naturalidad, como si la petición que le hace fuese, por el hecho de hacerla ellos y venir de quien viene, de una legitimidad ya de por sí indudable y asegurada. La semana pasada, sin ir más lejos, un buen amigo mío de un partido político que ha decidido convertir sus sedes en nodos inalámbricos abiertos de uso libre y gratuito, me comentaba cómo había empezado a "recibir presiones" del lobby de las telecomunicaciones, que se manifestaba completamente en contra de dicha decisión y pedían su abierta revocación. Se veían amenazados por una decisión que, de calificarse de alguna manera, sería como un aporte de dicho partido a la aparición de unas redes inalámbricas cada vez más ubicuas y presentes en la vida de los ciudadanos, como una tendencia imparable en las principales ciudades del mundo, y algo que, sin duda ninguna, va a tener lugar a lo largo de los próximos meses. En breve, cuando caminemos por la calle, podremos encontrarnos redes inalámbricas de bares, cafeterías, sedes de partidos políticos, universidades y centros de estudio, o, simplemente, ciudadanos que abren su red a otros para así adquirir el derecho a utilizar las de esos otros en otro lugar y momento. El citado lobby de las telecomunicaciones, acostumbrado a una situación en la que el trasvase de información de cualquier tipo pasaba por sus cables y control, se opone de manera obvia y frontal a eso que algunos llamamos progreso, y pretende influenciarlo o, cuando menos, contenerlo, por la vía de la actuación oscura, del ejercicio de una influencia obtenida vete tú a saber de qué manera.
El entorno político se ha acostumbrado de tal manera a la presencia y actuación de los lobbies, que acepta sus actividades con total naturalidad, y considera su influencia como emergida de algún tipo de derecho natural. No es así. Los lobbies defienden intereses económicos que les dan carta de naturaleza y que, en la mayor parte de las ocasiones –y sin duda, en las dos citadas–, se oponen a la voluntad de la mayoría de los ciudadanos, votantes que ayer, con su voto, situaron a los políticos en los cargos que hoy ocupan. Al otorgar a los lobbies la influencia que hoy en día tienen, se actúa en detrimento del verdadero significado de la democracia, y se permite el sostenimiento de modelos de negocio que ya únicamente son viables gracias a esos lobbies que con tanto entusiasmo financian. Con el tiempo, el ejercicio de una democracia cada día más transparente nos llevará a ver a esos lobbies como a las corruptas cortes de los monarcas medievales, y su influencia se limitará a exponer sus posiciones al mismo nivel que pueden hacerlo otros agentes sociales o los propios ciudadanos. El buen político debería recibir a los lobbies con una ceja levantada, a sabiendas de que no tienen más legitimidad que la de defender la postura de aquellos que les pagan. Pero últimamente parece que de ese tipo de políticos quedan cada vez menos, y las leyes las dictan cada día más directamente los lobbistas y gentes de mal vivir. Al otro lado del túnel, la política será –esperemos– otra cosa.