El Presidente Bush convocó en Camp David a los responsables diplomáticos y militares de la política en Irak, incluidos el embajador y el comandante en jefe, para analizar la situación y los siguientes pasos a dar. Todo empezó de la mejor manera, con la muerte del dirigente terrorista al-Zarqawi, y concluyó como era de prever, colocando sobre la mesa las contradicciones que han venido caracterizando la política norteamericana.
Bush se había comprometido a reconstruir Irak y transformar la dictadura de Saddam Hussein en una democracia que actuara de faro para guiar la evolución a la democracia de todo Oriente Medio; pero el limitado despliegue de tropas tuvo más que ver con el concepto clásico de victoria, destruir al enemigo.
Bush ha repetido hasta la saciedad que las tropas norteamericanas permanecerán en Irak mientras su gobierno legítimo lo considere oportuno, como apoyo fundamental para acabar con el terrorismo y estabilizar la situación. Por esta razón el contingente norteamericano no ha dejado de crecer, pues el reto que supone la insurgencia ha venido aumentando día a día ante la insuficiencia de medios para combatirla. Pero el propio Bush, así como altos mandos militares, han comentado que en breve podría reducirse el contingente, en un proceso que se desarrollaría a lo largo de los próximos años.
En Irak se libran dos batallas. La primera es de carácter global, entre el islamismo y la democracia. La segunda es de ámbito nacional, entre chiítas y sunitas. Una batalla se complica con la otra, agravando aún más la situación. En ambos casos hubiera sido conveniente una actitud mucho más decidida de Estados Unidos, con una mayor fuerza en presencia. La realidad, sin embargo, ha sido otra.
Bush se debate entre la coherencia y el oportunismo. La primera opción implica un impopular aumento de tropas, el reconocimiento de que no habrá retirada paulatina y la incertidumbre sobre qué es lo que hará el próximo presidente. Por el contrario, la tentación de dejar Irak a su suerte es grande y bien fundada. Para muchos de sus consejeros es oportuno forzar a los iraquíes a afrontar de una vez por todas sus propios problemas y liberar a Estados Unidos de su condición de rehén: en medio de la batalla y con las manos atadas. A ello hay que añadir la necesidad de tener la libertad suficiente para poder intervenir en Irán cuando llegue el momento. Sin una presencia importante en la política iraquí el riesgo de desestabilización disminuiría.