La red es un curioso ecosistema. En realidad, hablamos de un mundo que empezó a construirse hace pocas décadas, cuyos orígenes más remotos datan de mediados de los setenta u ochenta, con desarrollos como el protocolo TCP/IP o la WWW. La popularización de la red como tal y su entrada en el acervo cultural de personas y compañías no tuvo lugar hasta bastante más tarde, a mediados de los noventa, prácticamente anteayer. En esas condiciones, ante un terreno de juego de poco más de treinta años y, para muchos, de menos de diez, es natural pensar que muchas personas se encuentren como extraños en un ecosistema que les resulta nuevo, sorprendente, en ocasiones incluso hostil, algo que rompe sus esquemas y les pone en situación de pedir ayuda, de reclamar que les devuelvan a su campo de juego natural, al de antes de la red, en el que se encontraban más a gusto. Ese fenómeno se acrecienta más, habitualmente, cuanto mayor es el componente de "inmigrante digital" de la persona y mayor es su nivel de cerrazón mental ante las novedades. Para los nacidos en esa época, para los "nativos digitales", ese tipo de disquisiciones sobre lo bueno y lo malo, sobre la moralidad de la red o la conveniencia de volver a situaciones que ni siquiera conocieron en aquella prehistoria de una humanidad sin red, les resultan simplemente grotescas, como aullidos guturales de Neandertales inadaptados y destinados a desaparecer.
Periódicamente, la red nos sorprende con debates que van más allá del bien y del mal, de lo divino y de lo humano, debates completamente impensables que se saldrían de lo razonable en cualquier escenario medianamente normal. Esos debates suelen tener un elemento común: a un lado, se sitúan siempre los "ciudadanos de la red", los que pretenden simplemente utilizar la tecnología con libertad. Al otro, habitualmente, una caterva de trogloditas y talibanes empeñados en que eso de la red es algo malísimo, pernicioso, contrario a la moral y las buenas costumbres, y que es preciso limitar como sea para poder así mantener la situación que existía antes de ella, situación de la que además, casualmente, obtenían un habitualmente pingüe beneficio económico. En el fondo, la discusión se encuentra siempre completamente desequilibrada: por un lado, el poder de esos trogloditas y talibanes fuera de la red sigue y seguirá siendo, hasta que toda una generación pase por el obligado trámite de la jubilación, casi omnímodo, de manera que son capaces de forzar situaciones y hasta de creer que han logrado pírricas victorias. Por otro, la lógica y el sentido común de los que están al otro lado les lleva a saber perfectamente que el resultado de la batalla es completamente indiferente, y que la guerra está completamente ganada porque la red tiene sus reglas, es en realidad un cuerpo orgánico que se autorregula, y su lógica siempre acaba imponiéndose por encima de distorsiones y de leyes absurdas creadas por el hombre.
Algunos de esos debates llegan a límites de absurdo conceptual tan grande como, por ejemplo, plantearse si los contenidos pueden o no circular libremente por la red. La mentalidad cavernaria de algunos inadaptados, incapaces de imaginarse la red y su entorno, les lleva a pensar que podrían ser capaces de poner un "policía digital" en cada esquina, y que este supuesto policía podría, cual Guardia Civil de Tráfico, detener a todo paquete de datos que circule por las "autopistas de la información", pedirle que se detenga en el arcén, y solicitarle toda la documentación: "a ver, usted, bit, bájese del vehículo… ¿de dónde viene? ¿A dónde va? ¿Quién lo ha enviado? ¿A quién va dirigido? ¿Qué contiene? ¿Lleva el seguro en condiciones?" Por supuesto, en el hipotético caso de que dicha situación fuese posible, el bit le miraría con su cara de uno o de cero, según le hubiese tocado, y no contestaría, por imposibilidad metafísica, a ninguna de sus preguntas. Los defensores de semejantes conceptos absurdos, además, se refugian en la aplicación de leyes y principios "de antes de la red", definen las libertades de la red como "libertinajes", se ofuscan y promueven remodelaciones de dichas libertades que dejen el campo de juego en situación más parecida a la que ellos conocieron en su infancia cavernícola.
Recientemente se ha empezado a discutir un concepto particularmente sorprendente e insultante: el de la neutralidad de la red. Algo tan alucinante como que las compañías de infraestructuras tomen un papel activo en el transporte de datos, y puedan decidir quién circula por la red y a qué velocidad lo hace, en lugar de ser meros agentes de transporte. No contentos con el terreno de juego que se ha creado, quieren redefinirlo, comprando al árbitro, para ponerse en un papel que les convenga más. Y el caso es que la idea, en lugar de resultar absurda u ofensiva para cualquier sentido común razonable, es promovida por oscuros lobbies de poder, y llega, en el colmo del absurdo y el contrasentido, hasta el punto de ser discutida en el congreso norteamericano.
Empieza a ser necesaria una "declaración de derechos fundamentales del ciudadano de la red", como lo fue en su momento una declaración universal de los derechos humanos. Algo que proteja a los habitantes de la red de la voracidad de depredadores que, llevados por la codicia y el apego a épocas prehistóricas, pretendan, basándose en su poder fuera de la red, anular las libertades y los derechos que imperan en ella de manera natural, inalienable, consustancial a su naturaleza. Hay que anular a esos pretendidos "señores feudales" que pretenden retrotraer la red al equivalente histórico de su Edad Media. Que la sola mención de determinadas ideas sea tan absurda que desencadene miradas de conmiseración ante quienes las expresan, "pobres nostálgicos totalitarios de la prehistoria de la red". Si quieres involucionar, involuciona tu solito, vístete con pieles y come carne cruda, si ello te hace feliz. Pero el reloj de la historia, el segundero del progreso, déjamelo en paz. Los derechos fundamentales de la red ya fueron escritos por el sentido común. La red ya está inventada, y el camino del progreso va hacia delante, no hacia atrás. Por mucho que algunos pretendan empeñarse en lo contrario.