Suenan los primeros acordes de guitarra de la vieja canción de Iggy Pop "The Passenger". Al poco, un redoble de batería electrónico anuncia que estamos ante otro rap que emplea una canción antigua de fondo. Odio estas cosas, lo admito. Pero esta vez es diferente, porque el mensaje es distinto: "Oiga, señor de las discográficas, su sistema no puede competir; este es el nuevo modelo de artista: ¡descarga de fichero completada!". MC Lars, el autor de esta canción, titulada "Download this song", tiene edad para haberse criado musicalmente en la época iniciada por Napster. Me extrañaría que esa canción de Iggy Pop que emplea no la hubiera escuchado por primera vez en un MP3 descargado "ilegalmente" en un PC o en un Mac; el vídeo en sí no deja de ser un homenaje a la revolución iPod. La canción no sólo incide en los males de un sistema de distribución obsoleto, sino en las virtudes de las nuevas y baratas formas de producción musical. "Sólo queríamos un campo de juego nivelado", argumenta. "La tierra es plana", concluiría Thomas Friedman.
El cambio que ilumina esta canción resulta notable. No es ya que los niños de ahora no vayan a saber qué es eso de un disco o un CD; es que las nuevas hornadas de músicos estarán plagadas de personas que aborrezcan la resistencia que las discográficas a la nueva tecnología de distribución y que no estén dispuestos a someterse a los contratos que éstas ofrecen para sacarlos al mercado. Y aunque siempre encontrarán chenoas dispuestas a someterse, un porcentaje creciente de la mejor música moderna será creada por esos músicos adaptados al mundo y la tecnología actual, y recelosos de esas grandes empresas discográficas.
Adam Smith ya previno contra los hombres de negocios, que no podían divertirse cinco minutos sin que terminaran pactando un monopolio. En el consenso socialdemócrata en el que se mueve Occidente desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los mayores éxitos de empresarios obsoletos los han obtenido presionando al Estado para que tuerza las leyes en su beneficio. Pero como argumentó Robert Heinlein en su primer relato, "ni los individuos ni las corporaciones tienen el menor derecho de acudir a los tribunales y exigir que el reloj de la historia sea detenido, o retrasado, en beneficio particular suyo". La lástima es que una buena parte de la ley se ha consagrado en hacer ese trabajo, como la nueva Ley de Propiedad Intelectual que beneficiará a los que viven de la SGAE a costa del público. Una ley apoyada por el PP; ni siquiera el ejemplo de Miguel Bosé les ha hecho reflexionar ni un poco sobre lo cornudos y apaleados que son. Panda de idiotas.
No es éste evidentemente un problema que se reduzca a las compañías discográficas. Hace bien poco, paseando por la Feria del Libro con inmejorable compañía, decidí comprar una novela de ciencia ficción en la caseta de una librería especializada en el género, como todos los años. Mientras lo hacíamos conversábamos sobre el descuento oficial de la feria y la librera que nos atendió dio por supuesto que debía hacer proselitismo sobre el precio único de los libros como "la única manera de que las pequeñas librerías sobrevivan". Lo cierto es que no quise discutir; seguramente no habría sino arruinado la imagen que tengo de dicha librería y deshecho una relación, comercial, de muchos años, en el momento en que hubiera dicho que "así se ayuda a la cultura". Y es que en el fondo soy un sentimental. Pero eso no quita que me parezca absurdo aprobar una Ley del Libro construida en torno al concepto de precio único, olvidando que la reducción de precios de cualquier bien amplía la demanda y que, si deseamos que se lea más, reducir los precios de los libros es el mejor modo. ¿Imaginan un amazon.es con descuentos del 40% sobre el precio "oficial", tal y como sucede en Estados Unidos? ¿Soy el único en pensar que eso ayudaría a la cultura mil veces más que todas las pequeñas librerías que sobreviven de la venta de bestsellers y libros de texto en septiembre juntas?