Lo hemos dicho siempre: lo malo de Estados Unidos no es que sea un imperio, sino que no quiere serlo. El paso del tiempo, unido a la proximidad de las elecciones del mid-term, están afectando –y mucho– al debate político en Norteamérica. Con todo, el factor de más influencia es, paradójicamente, el más ignorado, a saber, que desde el 11 de septiembre de 2001 ningún ataque terrorista ha tenido lugar en su suelo. La distancia lleva al olvido y se deja de ver la amenaza real a la que los Estados Unidos están sujetos.
Hasta ahora, Norteamérica se había salvado de una amnesia que puede resultar mortal porque su líder desde la Casa Blanca no cejaba en su esfuerzo de prevalecer sobre el terror. En los últimos tiempos, sin embargo, las señales y los mensajes se han vuelto mucho más confusos. Tómese, por un lado, la rueda de prensa conjunta de Bush y Tony Blair de la semana pasada. Allí, Bush reconoció dos errores de su gestión. El primero haber empleado una retórica demasiado áspera y dura con los enemigos, lo que podía haberle canjeado más enemistades en el mundo árabe; el segundo, los sucedido en la prisión de Abu Ghraib, asunto al que se refirió como el "principal error de la intervención en Irak".
Hay que decir que las razones que impulsaron al presidente americano a confesar esos supuestos errores se nos escapan. Y desde luego, no podemos estar en más desacuerdo. Su retórica palidece cuando se compara con las palabras y adjetivos de odio y venganza que se emplean desde los cuarteles del islamismo radical. Si alguien confía en que moderando el discurso occidental va a hacer más amigos en el mundo árabe, es que desconoce lo que ha ocurrido y viene ocurriendo desde hace años en esa zona del mundo. Pedir perdón simplemente por haber estado a su altura en el uso de las palabras es dar una muestra de debilidad; es concederle más carnaza para sus críticas y otorgarles una victoria psicológica innecesaria.
En segundo lugar, Abu Ghraib, con todo el disgusto moral que pueda representar, no fue un error estratégico y mucho menos el principal o mayor error de toda la intervención. Un error de esa naturaleza fue no haber disparado contra los ladrones y saqueadores en las primeras horas de la toma de Bagdad, fallando miserablemente en imponer la imagen de autoridad que necesitaba el Irak inmediatamente post-Saddam. Abu Ghraib fue el lugar de actos criminales, investigados debidamente por las autoridades competentes, cuyo resultado final fue el castigo a los culpables. Como mucho, fue un error de diplomacia publica no por lo que sucedió entre sus muros, sino por no saber explicar que en la guerra suceden muchos horrores.
El tono del presidente Bush no sería preocupante si no se hubiera visto acompañado, además, del principal giro de la política estadounidense –y no sólo de su administración– en relación a Irán en la misma semana. Estados Unidos, sin hablarse formalmente con Teherán desde el secuestro al personal de su embajada en 1979, ahora estaría dispuesto a formar parte de unas conversaciones multilaterales en las que se discutiera cómo poner fin al programa atómico iraní. Un gesto no por bien intencionado menos contraproducente. En Washington sospechan que los ayatolás que gobiernan cruelmente Irán nunca renunciarán a su programa y todo este cambio tiene mucho más que ver con sentirse aceptados por los aliados europeos que con el fondo del asunto, un Irán nuclear y radioactivo.
El cruce de las dos declaraciones no puede ser más negativo. Da la impresión de que Bush, tras haberse quedado solo, está a punto de desfondarse. Pero se equivocan aquellos que le asesoran moverse hacia el centro y el pragmatismo, porque nadie cree que George W. Bush esté en realidad en esa posición. Al contrario, ha cosechado sus mayores éxitos cuando ha sabido transmitir su visión con osadía y ambición. Y eso es lo que debería seguir haciendo. Sigue contando con un equipo sólido; sólo tiene que ponerlo a trabajar en la dirección apropiada, la que reaccionó ante la atrocidad del 11-S y la que le llevó a derrocar al carnicero de Bagdad. Cualquier otra cosa irá en su cuenta de pérdidas y pasará a engrosar el activo de sus enemigos, dentro y fuera de América.