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Juan Carlos Girauta

Everybody bonsai

No saldrá el socialismo español de su última seña de identidad (entre otras razones, porque la comparte con sus aliados nacionalistas, para quienes es rasgo definitorio): la identificación del enemigo interno, la afirmación por contraste con él.

Si el PP aún no ha sido expulsado de la vida pública, si la principal denuncia de Rajoy en el debate sobre el estado de la nación todavía no describe una realidad, es porque el PP no se ha dejado y porque Rajoy se adelanta a denunciarlo. La política española de los últimos años ha girado en torno a los designios, deseos y estrategias de los terroristas –a quien Rodríguez y la cuadrilla Bardem han convertido en heraldos de la paz– y a la paralela y sincronizada ofensiva de la clase política catalana en su carrera contra la realidad y contra la sociedad que debiera representar.

Con todos los frentes internos abiertos y con varios incendios devastadores en Hispanoamérica, en la relación bilateral con EEUU y en la Unión Europea, la fuerza aparente del gobierno Rodríguez, así como el pesimismo que se ha apoderado de la oposición, no nacen de ninguna especial posición de ventaja. La solidez de un gobierno que se lanza al cambio de régimen sin contar siquiera con mayoría absoluta se basa en las infinitas tragaderas y en la inconmensurable inconsciencia de consentir, canalizar, y aun espolear, los planes destructivos de pequeñas formaciones políticas territoriales que han hecho de la subasta, remate y liquidación del Estado su razón de ser.

Tanto se ha adentrado Rodríguez en su viaje al fondo de la nada que ya ni siquiera es consciente de la sensación que ha causado a sus diputados del PSC la abierta atribución del futuro gobierno de Cataluña a CiU. Confieso que me ha llevado a la carcajada esa desatención olímpica hacia Maragall, el mismo hombre que antaño, crecidísimo, se permitía recomendarle al flamante líder del PSOE, ante el sonrojo de la audiencia mitinera: ¡Zapatero, a tus zapatos! De tanta prepotencia maragaliana, ¿qué se hizo?

El último aliado que le faltaba al frente anti PP era el presidente del Congreso, y ya se ha presentado. No en la persona de Marín, retratado con profusión desde que ocupa su cargo, sino en la estricta figura institucional del máximo moderador, que se permite opinar sobre contenidos políticos mientras le hace la guerra de nervios al jefe de la oposición a cuenta del cronómetro, concentrando en sus irritantes manías la atención de un debate crucial.

En fin, la gran aportación del presidente del gobierno al principal encuentro político del año ha sido recordar que Alianza Popular no se sumó al consenso estatutario catalán en 1979. A continuación, el depositario de las siglas del guerracivilismo, el paladín de la memoria histórica hemipléjica, el rostro del sectarismo, se ha congratulado por la moderación de la derecha española desde la Transición. No saldrá el socialismo español de su última seña de identidad (entre otras razones, porque la comparte con sus aliados nacionalistas, para quienes es rasgo definitorio): la identificación del enemigo interno, la afirmación por contraste con él, la apropiación del Estado. Esto ya es una democracia de juguete, una miniatura de Estado de Derecho, un bonsái.

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