Acaba de aparecer El guirigay nacional del Marqués de Tamarón. Transcribo el prólogo que le he hecho por si pudiera servir de aperitivo para disfrutar de un libro tan suculento:
Comparto con Santiago Tamarón las esencias nacionales, la admiración por lo inglés, pero sobre todo el gusto y regusto por las palabras. Aunque presume de misoneísta, Tamarón solo es hostil a las novedades que juzga petulantes o cursis, especialmente las que se refieren al habla de nuestros próceres. Claro que tiene donde elegir. Tamarón sabe llevar un traje de ojo de perdiz sin apresto y ejerce la crítica de costumbres desde una considerable altura. Creó un género burlesco sobre la parla empingorotada que llamó guirigay, lo que en tiempos se designaba como "greguería". Pero luego la greguería pasó a ser un género literario propio. Mucho me temo que guirigay signifique para algunos un "extranjero homosexual". Las palabras se vengan. A ver quién es el cristiano que se atreve a rezar un "progenitornuestro" en estos tiempos que vuelan.
Comparto con Tamarón otra vestimenta de nuestros papeles sociales: no somos filólogos, pero amamos la lengua española. El idioma común es una partida del patrimonio de los españoles a la que Hacienda no ha sabido aplicarle un impuesto. Menos mal.
El amor pasional por la lengua propia no es cosa de algunos chiflados que escribimos en los periódicos, sean de papel o digitales. Se trata de una pasión muy general, que afecta a personas de diversa edad y condición. Les une el interés por expresarse de modo correcto. No tengo nada que objetar a ese plausible propósito, pero acompaño una reserva. A mi modo de ver, la lengua no sirve solo para comunicarse sino, en muchas ocasiones, para no comunicarse. Al hombre también le interesa ocultar sus intenciones. Estoy convencido de que los otros animales no hablan porque no saben mentir; o también puede ser que no mientan porque no saben hablar. Así queda aclarado que la dificultad para expresarse correctamente de muchos hombres públicos (incluidas mujeres, claro está) es porque cumplen su propósito de resultar confusos o por lo menos vaporosos. Como es natural, esa cualidad del lenguaje público mendaz lleva consigo una sensación de ridículo. Pasan por ella sus autores porque así cumplen su propósito de no comprometerse mucho. Esa actitud de debilidad moral les es útil porque sirve para rebañar el mayor número posible de votos o adhesiones. En donde se demuestra que la claridad será la cortesía del filósofo ─como dijo el otro─ pero no es ninguna virtud práctica para el hombre público.
El mayor atractivo de la prosa de Tamarón es la ironía. Se trata de una rara disposición entre nosotros, atormentados como estamos la mayoría por un clima continental. La ironía se ve favorecida allí donde predomina un clima marítimo.
La ventaja de algunas de las piezas irónicas sobre el lenguaje público, suscritas por Tamarón hace algunos lustros, es que prefiguran lo que después ha ocurrido. Me refiero a la descomposición del lenguaje público hasta extremos patológicos. Lo peor es que, cuando se degrada el lenguaje, se corrompen también las ideas y al final se envilecen las personas. No hay que extrañarse de que la glosa festiva de Tamarón desemboque a veces en un estudiado pesimismo. Por fortuna su fórmula magistral la presenta en un excipiente de ternura. Los duelos con pan y aceite son menos.
La escritura de Tamarón alterna las expresiones castizas y populares con las voces cultas. El lector se siente estimulado a consultar de vez en cuando un diccionario. Al final queda la sonrisa. Resulta que el sedicente misoneísta es sobre todo amable.