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José García Domínguez

Defensa y elogio de Frankenstein

Jamás nos perdonarán la insignificancia de lo que teníamos delante; esa obscena indigencia ideológica e intelectual de nuestros sepultureros; su inanidad. De lo que nunca nos disculparán será de haber caído ante los peores.

Se equivoca Julio Anguita, lo que nos espera al final de ese viaje a ninguna parte en el que nos ha embarcado Zapatero no recordará en nada a Frankenstein. Aunque sólo sea porque, a fin de cuentas, el hijo bastardo de Mary Shelley no dejaba de ser otro de los muchos sueños de esa razón ilustrada que lleva dos siglos produciendo monstruos en Europa. Por el contrario, quien ha de aguardarnos a nosotros al borde del precipicio será el tosco Igor, aquel lerdo semoviente que se pasaba todo la película dando brincos simiescos alrededor de la llave de la electricidad, intentando que Endesa le cargase las pilas al engendro de su amo.

Yerra Anguita, tropieza en la misma piedra que ya le endureció los callos al Guerra hace veinte años. Aberran los dos. Porque esas expañitas que vienen para embalsamar a la España que se nos va, ni son delirios de una inteligencia sublime, ni van a dejar de ser reconocibles por la madre que las parió. No, lo que acecha a la vuelta de esquina a esa izquierda que ahora se frota los ojos, asustada, no es una vieja fantasía romántica, sino el espejo que le descubrirá la verdad sobre sí misma que no quiere ver: el grotesco y servil criado del castillo.

Pues, a diferencia de lo que ocurre con Frankenstein, nada hay de artificial en el origen de Igor. Los montillas, los zetapés, los pepiños, las gemmas zabaleta y los patxi nadie son frutos tan naturales como previsibles de la metástasis de la democracia cuando degenera en una oligarquía partitocrática. ¿Qué otras criaturas podrían haber sido alumbradas en ese parto con fórceps de las listas electorales cerradas, bloqueadas, atrancadas y atornilladas por las nomenklaturas de los partidos? He ahí la más grave de las deformidades congénitas con que nació el sistema de la Transición, infinitamente más letal aún que la ceguera histórica de los constituyentes al cometer el Título VIII de la Constitución.

Algún día seremos juzgados y nuestra generación habrá de explicar cómo permitió que destruyeran la Nación sin resistir. Entonces, tal vez sea capaz de fabricar otra buena coartada para continuar engañándose a sí misma hasta el final. Pero de lo que nunca nos absolverán será de haber sucumbido ante Igor. Ante la mediocracia. Ante nadie. Jamás nos perdonarán la insignificancia de lo que teníamos delante; esa obscena indigencia ideológica e intelectual de nuestros sepultureros; su inanidad. De lo que nunca nos disculparán será de haber caído ante los peores. Por eso, con lo que quede de los restos del naufragio, la tarea más urgente será devolver a Igor a la ciénaga de la que no debió haber salido. Ésa será la primera labor: desinfectar con salfumán la Ley Electoral y la de Partidos.

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