La situación de una democracia se mide por el respeto que el régimen legal y la clase política en el Poder le tienen a la Oposición. En Cataluña, ese respeto brilla por su ausencia. La Ley está para proteger a los delincuentes, hasta el punto de que a políticos que se dedican a chantajear funcionarios, en vez de procesarlos, los ascienden a jefes de los funcionarios. La única oposición, aunque minoritaria, débil y claudicante, es la del PP de Piqué, si es que todavía pueden coexistir esas siglas y ese líder. Y el tratamiento que recibe es el de una oposición blandita a una dictadura crecida. Nada que ver con una democracia. Nada que ver con la libertad.
Ni siquiera cabe alegrarse de la anulación política del PP pensando en que así cambiarán a la dirección actual, porque, por desgracia para su proyección como líder nacional, cada vez aparece Rajoy más identificado con Piqué y con la blandenguería claudicante que en él se reconoce. El PP en Cataluña, ese protoestado vicetotalitario, sólo puede ser un partido testimonial, resistente, casi martirial, como el del País Vasco. Pero sólo asumiendo la realidad puede hacerse respetar. Y acaso intentar hacerse temer. Jugar a que no pasa nada, cuando los nazis envalentonados del separatismo violento les atropellan día sí día también no sólo es un acto de cobardía, es además un suicidio político. Lo de Lérida es la demostración de que la derecha española cumple el papel de los judíos en los prolegómenos del régimen hitleriano. Cuando quisieron defenderse era demasiado tarde.
Conviene insistir en que el régimen liberticida de Cataluña es el que se está proyectando en toda España, con su CAC, sus partidas de la porra, su corrupción y su orwelliana realidad virtual, gracias a unos medios de comunicación que son sectarios hasta la náusea y más allá del delito. Si el PP acepta ser tratado a puntapiés en Cataluña, laboratorio del nuevo despotismo, ¿cómo pensar que apoyarlo sirve a la libertad de los ciudadanos y de España?