Menú
Enrique Dans

Me encanta dar clase

Nadie ha matado el arte. Lo que ha muerto es el negocio basado en su distribución. Podrán seguir cantando y bailando cuanto quieran, como yo podría seguir dando clases aunque nadie estuviese dispuesto a pagar por asistir a ellas.

Dar clase es, para mí, una actividad gratificante, intensamente motivadora, con la que disfruto un montón. Gracias a algo como la libertad de cátedra, la actividad docente me permite la innovación y la creatividad a título individual, tanto en métodos como en contenidos, y permite que me sienta en la capacidad de controlar mis acciones y medir sus resultados con un nivel de riesgo que posibilita la experimentación. Hace más de quince años, cuando una persona me propuso ser profesor en la institución en la que aún permanezco, respondí con extrañeza, y estuve a punto de rechazar la oferta: no me acababa de ver en esa actividad. Años después, sin embargo, puedo decir que disfruto enormemente con mi trabajo, que además parece ser que se me nota, y que me puedo considerar una persona doblemente afortunada: por un lado, y a pesar de haber nacido feo, consigo que un buen número de mujeres permanezcan con su pupila clavada en mí durante un espacio de noventa minutos. Y, por otro, y ya rozando el límite de lo ideal, no sólo me lo paso fenomenal, sino que además viene alguien, y me paga por ello. Realmente, nunca estaré suficientemente agradecido a la persona que me metió en esto.

Visto así, por tanto, soy un enorme privilegiado. Considerando los trabajos que hay por ahí, creo que es lícito considerar una persona con suerte a todo aquel que disfrute con su trabajo. Pero si además le pagan bien, la fortuna puede considerarse completa. Los futbolistas son dignos de todo tipo de envidias, por ejemplo. Les encanta practicar ese deporte, y además les pagan bien por ello. A mí, sin ánimo de compararme con ellos en cuanto a sueldo, me pasa exactamente lo mismo, y encima tengo la suerte de jugar en un equipo fenomenal.

Ahora bien, planteémonos qué es lo que hace posible que alguien me pague por desarrollar esa actividad que es fuente de mi disfrute. La respuesta es muy sencilla: me pagan gracias a que una institución es capaz de crear un mercado con dicha actividad, y conseguir clientes dispuestos a pagar unas cantidades determinadas. Cantidades que, a pesar del hecho de tener que pagarme a mí y de repercutir en ellas otro tipo de gastos de estructura, comerciales, etc., permiten la obtención de un beneficio empresarial. De cara al mantenimiento de dicha actividad, esa institución procurará que la calidad de sus profesores sea suficiente como para que los alumnos satisfechos sigan recomendando la institución a otros, y se garantice un flujo constante de interesados en dicha oferta. Mis ingresos, por tanto, provienen del hecho de que existe una serie de personas dispuestas a pagar por ese servicio que un tercero comercializa. Y hablamos de la formación, un servicio fundamental, importantísimo de cara a la creación de riqueza de un país, basado en la creatividad y en la habilidad, y fundamentado en una vocación.

Ahora, como mero ejercicio intelectual, imaginemos un escenario diferente. ¿Han visto, en la película Matrix, cómo los protagonistas aprendían, por ejemplo, habilidades como las artes marciales o a conducir un determinado modelo de helicóptero? Era sumamente sencillo: conectaban un cable a la parte occipital de su cráneo y, desde un ordenador, "subían" dichos conocimientos a su cerebro, que los asimilaba de manera instantánea. Después de todo, el escenario, aunque futurista, no resulta del todo impensable: un recuerdo no es más que un circuito neuronal reverberante, es decir, un cierto número de neuronas en un circuito con una distribución topográfica dada, a través del cual una corriente eléctrica circula de forma constante y repetitiva. Interrumpa esa corriente eléctrica, y ya está... se habrá olvidado. Visto así, la idea de "implantar" recuerdos, conocimientos o habilidades partiendo de un conocimiento futuro del funcionamiento de nuestro cerebro muy superior al que tenemos ahora no resulta completamente absurda. Imagínese ese escenario: las personas, para adquirir conocimientos, conectan ese cable a su cráneo, y ya está: conocimientos adquiridos. En dicho escenario, por supuesto, cosas como colegios, institutos o universidades resultarían completamente inútiles. Ninguna persona querría perder miserablemente el tiempo introduciendo conocimientos en su cabeza mediante "el método antiguo", notablemente más irregular e ineficiente. Dichas instituciones cerrarían, y yo, lamentablemente y aunque siguiera disfrutando de mi actividad creativa como docente, dejaría de cobrar por ella. ¿Quién iba a estar dispuesto a pagarme por algo para lo que no existe un mercado, unos clientes dispuestos a pagar? Así que, aunque pueda haber quien me considere un virtuoso artista de la palestra, las transparencias y los rotuladores, tendría que o bien dedicarme a otra cosa, a otra actividad que me produzca menos satisfacción, o bien innovar y crear un nuevo mercado para aquello que sé hacer y además me gusta.

Pues bien, eso es exactamente lo que ha pasado. Los artistas disfrutan con su trabajo (o eso dicen) y tenían, además, la suerte de que alguien capaz de crear un mercado con sus productos, les pagase por ello. Ahora, esos que antes creaban un mercado, se han quedado sin él, porque una innovación maravillosa permite que esos productos puedan obtenerse de una forma mucho más eficiente. Los artistas pueden seguir disfrutando con su trabajo. Pueden, como dicen en su manifiesto "todos a favor del canon", "ser libres para crear y producir, como siempre". Pero tienen un problema: el mercado, tal y como lo conocían, ya no existe. Ha desaparecido. Si eso me ocurriese a mí, que soy profesor y contribuyo a la generación de riqueza intelectual, lamentablemente me quedaría sin trabajo. A nadie se le ocurriría otorgarme un canon compensatorio de los fabricantes de nada. Pero si les ocurre a ellos, que contribuyen al disfrute de los sentidos, ¿qué sucede? Que llega el gobierno, cambia una serie de leyes, ilegaliza unas actividades, e impone un canon indiscriminado para que estos señores no sólo puedan seguir, como ellos dicen, "componiendo, cantando, interpretando, bailando, guionizando, dirigiendo pelis y series para ti", sino que además, puedan hacerlo a costa de mi bolsillo. Impresionante. Y además, afirman sin empacho: "es nuestro derecho".

Nadie ha matado el arte. Lo que ha muerto es el negocio basado en su distribución. Podrán seguir cantando y bailando cuanto quieran, como yo podría seguir dando clases aunque nadie estuviese dispuesto a pagar por asistir a ellas. O eso, o innovar, a ver si encuentran algún modo de crear un mercado para lo que ellos hacen. Algo que no resulta en absoluto imposible.

En Tecnociencia

    0
    comentarios