El Congreso de los Diputados aprobó este jueves una ley educativa que permite a los alumnos no ir a clase si así lo decide una mayoría con sus votos. No sería de extrañar que la aprobación de la LOE, por tanto, apareciera en algunos periódicos extranjeros en esa sección reservada para que el lector se asombre y sonría ante lo más extravagante que ha sucedido en el mundo. En nuestro país, tras décadas de imposición del discurso pedagógico de la izquierda –acompañadas, como no podía ser de otro modo, de un incremento extraordinario del fracaso escolar–, ya ni siquiera provoca un leve rubor en las mejillas de sus señorías, no digamos ya un voto en contra.
Esta novedad, hallazgo inédito del socialismo español en el universo educativo mundial, tiene el nombre de "derecho de inasistencia a clase"; y es que el eufemismo y la cursilería son una obligación en todo escrito realizado por pedagogos. Y es que estos expertos en eliminar el "academicismo" y favorables a que los niños "aprendan por sí solos" han apadrinado una reforma que no sólo da marcha atrás a las tímidas reformas de la Ley de Calidad, sino que avanza un paso más en esa larga marcha de las leyes socialistas hacia la completa destrucción de la educación. Gracias a la LOGSE, España está a la cabeza de Europa en abandono escolar prematuro. Y de los que se quedan, un 21% de los estudiantes de 15 años tienen dificultades para la lectura. Pero la prioridad de esta ley fruto del "consenso" –"el de la izquierda", según aclaró la presidenta de CEAPA– no es el bien de los alumnos sino el adoctrinamiento.
En ninguna otra medida como la instauración de la asignatura "Educación para la ciudadanía" se puede observar la matriz sectaria y totalitaria de la que nace esta ley. Aunque aún no dispone de ningún currículo oficial, hay suficientes materiales en circulación entre el ministerio y las consejerías autonómicas como para hacerse una idea de su contenido. Tras el disfraz de una "ética de mínimos", se esconde la imposición de las ideas y valores dominantes de la izquierda de Zapatero que, huérfana de un modelo diferente a la economía de mercado, se basa en la palabrería hueca y políticamente correcta, ausente de complejidad y responsabilidad.
Así, además de imponer la enseñanza de un modelo sexual particular a los niños de seis años, la educación para la progresía impartirá las bondades de la diversidad, la tolerancia y la paz. Pero, por supuesto, esquivará toda concreción incómoda sobre lo que se debe hacer con los grupos culturales que pretenden instaurar una sociedad paralela donde las mujeres carezcan de derechos o si la paz es un absoluta al que debe someterse la libertad. Una vez reducida la calidad de la enseñanza hasta casi eliminar la capacidad de pensamiento crítico de los jóvenes, el siguiente paso natural es la imposición de consignas en la escuela. Consignas provenientes del "consenso de la izquierda", claro.
La dictadura del fundamentalismo pedagógico tiene numerosas alternativas. Volver, desde luego, al esfuerzo, a la disciplina, a las materias básicas e importantes. Pero, sobre todo, impulsar medidas que permitan a los padres escoger la educación que desean para sus hijos. Entre ellas, la que quizá ha alcanzado mayor notoriedad es el cheque escolar, que permite a los padres decidir en qué escuela, público o privada, invertir el dinero de nuestros impuestos que se dedica a la educación. Una medida que ha sido puesta en marcha, por ejemplo, en Suecia, con gran éxito. Otra opción son las escuelas a la carta, cuya presencia en EEUU están creciendo en muchos estados, que permite a los colegios experimentar con los métodos de enseñanza e incluso los currículos, siempre que los resultados sean mejores que la media.
El Partido Popular, si algún día regresara al poder, debería tomar la implantación de estas alternativas como una prioridad urgente. No sólo permitirían mejorar la enseñanza, formando hombres y mujeres más instruidos, sino que ayudaría a reducir el monopolio que la izquierda posee sobre la formación ideológica de los futuros votantes, a los que educan como borregos –única forma en que confían recibir sus votos– cuando la democracia requiere de ciudadanos conscientes del valor de la libertad.