La muerte de Milosevic nos recuerda unos años que, aunque próximos, parecen lejanos por la intensidad y las turbulencias políticas vividas desde entonces.
La crisis yugoslava emergió cuando Europa se disponía a cobrar los "dividendos de la victoria". Habíamos ganado la Guerra Fría, derribado el Muro de Berlín, descompuesto la Unión Soviética y recuperado progresivamente a las naciones que habían quedado tras el "Telón de Acero". No había amenazas a la vista, gozábamos de una economía potente, aunque necesitada de reformas, y, sobre todo, de un prodigioso "Estado de Bienestar". El instinto inmediato era levantar un nuevo muro, éste virtual, que nos aislase de un entorno enloquecido. Podíamos dejar morir sin mayores riesgos el vínculo transatlántico, aprovechar las ventajas económicas de la globalización, pero había que evitar a toda costa dejarnos involucrar en aventuras imperialistas tan del gusto de los norteamericanos. De ahí que en la revisión de la estrategia de la Alianza Atlántica los europeos se negaran a considerar las "acciones fuera de área". La OTAN estaba para defendernos, no para involucrarnos en problemas ajenos.
La crisis yugoslava, de la que Milosevic fue uno de los principales responsables, tuvo el efecto de una descarga eléctrica sobre aquella sociedad adormilada. El mundo continuaba siendo peligroso, aunque de distinta manera. La Alianza Atlántica aceptó que crisis latentes bajo la dictadura soviética comenzarían a estallar; que el "nacionalismo excluyente" tenía, por su carga de fanatismo e irracionalidad, un alto componente desestabilizador; que la propia existencia de la Alianza Atlántica estaba en peligro si no se intervenía para reconducir la crisis.
Yugoslavia estalló en una sucesión de guerras civiles, ante la impotente mirada del resto de Europa. No sabían qué hacer, no estaban dispuestos a intervenir ellos solos y con su desidia se hacía aún más intolerable la barbarie de aquellos días. Todo acabó en una sucesión de hechos impensables poco tiempo atrás. En primer lugar, una humillante peregrinación a Washington, solicitando al emperador que se hiciera cargo de la crisis. En segundo lugar, la decisión de intervenir militarmente sin el paraguas del Consejo de Seguridad. Ante la amenaza de veto, la siempre legalista y "venusiana" Europa volvió a sus hábitos seculares: organizó un "directorio" y se dispuso a utilizar la fuerza sin Resolución que la respaldara.
De aquella crisis se extrajeron unas conclusiones. Europa entendió que se encontraba de nuevo al borde la de decadencia y la irrelevancia. Para evitarlo asumió que:
- Europa necesitaba a Estados Unidos.
- La Alianza Atlántica debía adaptarse al nuevo entorno estratégico, lo que exigía una renovación de sus capacidades militares y el consiguiente aumento del gasto en Defensa.
- La Alianza tendría que actuar "fuera del área" geográfica del Tratado, porque su seguridad dependía de que determinadas crisis no se extendieran.
- La Alianza no dependería en sus acciones "fuera de área" de la previa aprobación por parte del Consejo de Seguridad de una Resolución que autorizara el uso de la fuerza.
- El principio de "no injerencia en los asuntos internos de un estado soberano", que durante siglos había sido considerado como uno de los pilares del derecho internacional público y, desde luego, de la propia ONU, fue matizado por uno nuevo, el de "injerencia humanitaria", que limitaba el primero en función del respeto que cada gobierno debía tener a los derechos humanos de sus ciudadanos.
La crisis yugoslava produjo un enorme impacto en la conciencia europea, pero con ella se fueron las buenas intenciones. Hubo "acto de contrición" pero el "propósito de enmienda" se quedó, como tantas veces, en agua de borrajas.
La Guerra contra el Terror y la crisis de Irak convencieron a muchos de que Estados Unidos era el problema y no la solución. Lo del gasto en defensa era un incordio. Las acciones "fuera de área" de nuevo aparecían como peligrosos actos de imperialismo norteamericano. Como si nada hubiera pasado durante la crisis de Kosovo, los europeos asumieron su condición de guardianes del multilateralismo onusino, condenando a quien se atreviera a pensar que era posible hacer uso de la fuerza sin el preceptivo mandato. Del principio de "injerencia humanitaria" ya nada se hablaba, por más que no dejase de producir escándalo el que no se aprobara en la crisis de los Grandes Lagos o en el propio Irak, donde los muertos por persecución política durante los años de Sadam se contaba por encima del millón, con el agravante del uso de armamento químico contra ellos, cuando en Kosovo el número de desplazados era de unos pocos miles.
Tras los argumentos se escondían razones sencillas: Europa sólo estaba dispuesta a intervenir si le afectaba directamente y temía los riesgos de actuar junto con Estados Unidos. Creía que podía entenderse con regímenes islamistas o radicales y, sobre todo, era muy consciente de su vulnerabilidad por la dificultad de llegar a acuerdos internos, el peso de las corrientes pacifistas en la población y la dependencia energética.
Hoy los europeos comienzan a despertar. Resulta que ahora comprenden que ellos también son objetivo de los radicales y que el futuro de su identidad cultural está en peligro ante una emigración que no siempre está dispuesta a integrarse. Han perdido un tiempo valioso y su confusión no puede despertar esperanzas sobre una pronta reacción.