Mi amigo y paisano Pío Moa desvelaba aquí el otro día mi posición favorable a reclamar la independencia de Vigo, frente al proyecto, que él defendía, de restaurar desde Galicia el antiguo reino suevo. Ello venía a cuento de la posibilidad de que los nacionalistas gallegos fundamenten en los suevos la declaración de Galicia como nación, o como ellos dicen, nazón. Con suevos o sin suevos, el BNG, y el partido de los socialistas gallegos, en la propuesta estatutaria diseñada por su Fundación Iniciativas 21, definen a Galicia como nación. Y si el nuevo Estatuto de Cataluña sale adelante, como pensamos algunos que hará, con esa semilla dentro, no es descabellado que se siembre también en tierras galaicas. Regirá en toda España lo de tonto el último.
La polémica puede parecer disparatada, pero conviene recordar lo que ya viera Karl Popper cuando, a principios del XX, estalló la traca de los nacionalismos y la mayoría de los intelectuales europeos se enfervorizaba con el derecho de autodeterminación, concepto que apareció entonces. Y era lo siguiente: que la autodeterminación era un principio contradictorio, pues la “liberación” de pueblos y minorías creaba más minorías. Es decir, que el ejercicio de tal derecho conducía a la aparición de nuevos sujetos que podían reclamarlo. ¿Y acaso definirse como nación no supone autodeterminarse? Hete ahí abierta la puerta al proceso que ya iniciaron, con resultados conocidos, los próceres de nuestra Primera República.
Metidos en el fregado de los hechos diferenciales, ¿dónde detenerse? Julio Camba, al escribir sobre el Estatuto catalán en la II República, se iba de diferencia en diferencia hasta los barrios y las calles. De guiarnos por la definición de nación con que iluminaba ZP a unos escolares andaluces, aún podíamos ser más ambiciosos. Cada familia, y hasta cada matrimonio, compuesto por personas que desean vivir unidas, con pasado y voluntad de futuro, cumpliría alguna de sus fórmulas de nación. Pero yo no quiero ir tan lejos. La ciudad-estado me parece una forma más adecuada, funcional y probada de organización política. Y Vigo, al igual que otras urbes, puede presentar tantos títulos para acceder a ese status como el que más.
No es cuestión de traer a colación la lista de agravios a que la ciudad se ha visto sometida por los gobiernos gallegos, y el central. Ni de hacer una lista de los hechos diferenciales, que haberlos haylos, desde lingüísticos hasta históricos, desde económicos hasta sociales. ¿Por qué habría de contribuir la ciudad más próspera de Galicia a subvencionar zonas más atrasadas? ¿Por qué debería regir una solidaridad intergallega cuando no la hubiera entre las regiones de España? Y, sobre todo, ¿por qué soportar los caprichos y arbitrariedades de un poder cercano, cuando éste ha decidido pasar de un poder superior? Hay que tomar ejemplo de las urbes de la Edad Media, que es donde está la madre del cordero según los nacionalistas, y desembarazarse de los que hoy vendrían a asumir el papel de los señores feudales.
Mi alegato ha de ser breve, pero no quisiera terminar sin decirle a Moa que mi postura no significa desprecio o rechazo del proyecto suevo que a él le gusta. ¿Cómo podría? En mi imaginación perviven referencias a aquel reino tan sugestivas como Sueviafilms, la productora del orensano afincado en Vigo, Cesáreo González, cuyas películas tanto nos deleitaron. O el Suevia,boite de lasboites viguesas, de la que mucho me hablaron en mi infancia. Aunque debo decir que estos bellos recuerdos se han visto ensombrecidos por los relatos de Tácito sobre los suevos en Germania. Contaban los suevos con un bosque sagrado, que les provocaba gran temor: “nadie entra en él a no ser atado, para demostrar su inferioridad y subordinación”, y añadía: “todas estas supersticiones se dirigen a lo mismo, afirmar que allí está el origen de la nación”. Si ese es el destino que nos espera en un reino suevo restaurado, lo siento, Moa, pero no cuentes conmigo para que me lleven atada a proclamar el origen de la nación.