Cuando el terrorismo empezó a reflejarse en las películas en el mundo post 11-S, cabía esperar que las tramas, personajes y temas reflejasen algún tipo de realidad creíble. Pero en Hollywood, el impulso de lo políticamente correcto se impone a todo lo demás. Ni siquiera la espectacular pirotecnia, la gente guapa y las consumadas interpretaciones pueden ocultarlo.
En cambio, antes de que pasen los créditos iniciales, los espectadores pueden contar con que esos personajes que trabajan para el gobierno americano o que están en la guerra contra el terrorismo probablemente sean caracterizados como criminales, incompetentes o como gente que está en el mismo plano moral que el de los asesinos.
Veamos por ejemplo la película “Plan de vuelo” en la que un agente norteamericano de paisano y una asistente de vuelo resultan ser los verdaderos terroristas. Mientras tanto, cuatro hombres de Oriente Medio son injustamente puestos bajo sospecha por el ambiente de linchamiento reinante en el avión.
La película nos advierte que la verdadera amenaza después del 11-S no son los jóvenes de Oriente Medio a bordo de aviones que podrían secuestrar o estrellar en edificios americanos emblemáticos. No, según el universo alternativo de Hollywood, son más peligrosos los oficiales de vuelo, que en el mundo real lucharon contra los terroristas el 11-S consiguiendo que los degollaran antes de volar en pedazos con todos los pasajeros.
La hábilmente filmada “Syriana” es el peor de los últimos estrenos. Su problema no es solamente que, de manera predecible, presente al jeque feo y malo como marioneta de los intereses petrolíferos americanos mientras que el bueno, guapo e independiente príncipe heredero de la corona es asesinado por defender a su oprimido pueblo contra la hegemonía occidental. O que los intrigantes potentados empresariales tengan voluminosos vientres y acentos sureños mientras que George Clooney, el bueno de corazón que viste desaliñadamente, es traicionado por sus elegantes y engreídos jefes de la CIA a salvo en los barrios residenciales de Washington.
“Syriana” también pervierte la realidad histórica. Todo lo que esté relacionado con la industria petrolífera es representado como corrupto y explotador, sin una alusión a que el petróleo sustenta a la civilización. Puede que los productores de Hollywood no vean muchas plataformas petrolíferas a las afueras del litoral de Malibú pero alguien encuentra y distribuye cada mañana el combustible para sus coches de lujo.
¿Y quiénes son los codiciosos en realidad? Haga la simple aritmética del coste de sacar petróleo en el desierto: Después de gastos que generalmente no llegan a 5 dólares el barril, los carteles amañados de Oriente Medio –dirigidos por mulás iraníes, realeza del Golfo y autócratas libios— lo venden en el mercado mundial por entre 50 y 60 dólares. No sólo les están cobrando un ojo de la cara a los norteamericanos en sus todoterreno sino también a las economías que luchan por salir adelante en lugares como África y América Latina.
Además, en el mundo real, fuera de Hollywood, ¿realmente Estados Unidos asesina a la realeza del Golfo que desea liberalizar sus economías y dar a las mujeres el derecho al voto?
Contrariamente a la premisa de “Syriana”, la queja contra la política contemporánea norteamericana es justamente la opuesta. Los realistas, aislacionistas e izquierdistas por igual condenan a Estados Unidos como ingenuo o tonto por obsesionarse con reformas democráticas en Afganistán e Irak, por presionar a Arabia Saudí y Egipto para que hayan legítimas elecciones y por insistir que Siria, patrón de terroristas, deje en paz a los votantes del Líbano.
El precio del petróleo se disparó por las nubes después de la invasión americana de Irak. Y las compañías petrolíferas, especialmente las francesas y las rusas, se enfurecieron cuando cayó la cleptocracia de Sadam Hussein y el nuevo gobierno democrático iraquí anuló todas esas transacciones preferenciales que tenían.
La equivalencia moral es quizá la patología postmoderna más preocupante de Hollywood, o la noción de que cada bando que recurre a la violencia es de la misma naturaleza ética. Steven Spielberg resumió mejor que nadie el tema de su recientemente estrenada película sobre el asesinato en 1972 de 11 atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich y la posterior caza israelí de los perpetradores: “Una respuesta a una respuesta en realidad no resuelve nada. Sólo crea una máquina en perpetuo movimiento”.
La película “Munich” de Spielberg asume exactamente esa falsa simetría entre los asesinos que mataron a los atletas inocentes y los agentes israelíes que los persiguieron; cada uno de ellos, a su manera, convertido en víctima atrapada en un ciclo de violencia “perpetua”.
Perdida entre esta moralina pop está la realidad de 1972, ésa de cuando ninguno de los vecinos de Israel querían aceptar la existencia del estado judío, ni siquiera dentro de sus fronteras originales. En ese entonces no había posibilidad de que los agentes israelíes tomasen por asalto un evento olímpico y matasen atletas, pero sí las había todas de que el bloque soviético, los europeos occidentales y las autocracias de Oriente Medio nunca se pusieran a la caza de los terroristas internacionales que habían hecho justamente eso contra los israelíes.
Los actores, productores, guionistas y directores del sur de California viven en una burbuja donde la costa, el clima y la abundancia de capital protegen del mundo cruel a la industria cinematográfica. En su buena fe, estos utópicos bronceados al sol se pueden dar el lujo de soñar que los asesinos fascistas se evaporan y a cambio quejarse de que viene el coco occidental, aún en medio de una guerra global contra yihadistas de Oriente Medio que desean superar lo que hicieron con las Torres Gemelas y el Pentágono.
Si Hollywood quiere saber por qué ha bajado la asistencia del público al cine, no debe fijarse sólo en la pecadora fechoría de tergiversar la realidad sino en la felonía artística de hacerlo de manera tan predecible.