Escucho en la COPE a la responsable de política social del PP, dando su opinión sobre el plan de dependencia que acaba de anunciar el gobierno. El secretario Moraleda, entre ataques a la gramática y arritmias sintácticas, lo incluye en la lista de éxitos rutilantes de la gestión de ZP, si bien no hay aún ni una puñetera línea escrita al respecto, ni un anteproyecto, ni un borrador legal ni nada que se le parezca. Nada, salvo el anuncio efectuado en rueda de prensa por el propio Moraleda, que ahora hace el papel del BOE, pero en cachondo. Otro avance más que se les ha olvidado incluir en la lista.
La Ley de Dependencia, según se anuncia, proporcionará subvenciones a las familias con enfermos imposibilitados que necesitan la ayuda de otra persona para valerse. Doña Ana Pastor, en dicha entrevista, se mostraba encantada con la propuesta que, de hecho, ya se le había ocurrido a ella mucho antes; y para que no hubiera dudas sobre su pasión redistributiva, afirmó tajante: “ojalá yo pague muchos impuestos para que el Estado pueda ayudar a estas personas”. Pero si el PP y sus cuadros fuesen de veras un partido liberal y no, como diría Hayek, una socialdemocracia de derechas, denunciarían esta nueva intromisión estatal en la esfera privada, por varios motivos.
En primer lugar, el deseo de la Pastor de pagar muchos impuestos para que el estado sufrague estas políticas no constituye ninguna lección de ética, pues lo moral es un atributo privado del ser humano que depende de únicamente de su propia voluntad, y los impuestos no son contribuciones voluntarias, sino incautaciones coactivas. La solidaridad con cargo al presupuesto no es virtud, sino cinismo, y el hecho de que ella pida a gritos que el gobierno le esquilme el bolsillo aún con más fiereza no la hace mejor persona que los que sentimos más apego a lo que ganamos honradamente.
En segundo lugar, el juego de intereses que se pone en marcha con la redistribución pública ejerce una distorsión profunda en las relaciones sociales, creando castas de ganadores (consumidores netos de impuestos) o perdedores (contribuyentes netos), según los criterios que el gobierno de turno utilice para ejercitar su poder coactivo. ¿Por qué subvencionar a las familias con un enfermo de Alzheimer y no a las que tienen muchos hijos, o a los abuelos que cuidan de sus nietos, o a los bailarines de striptease, que levantan el ánimo de las personas con problemas, o a los curas, que procuran alivio espiritual y son también gente encantadora?
En tercer lugar, es una falacia el pensar que la redistribución estatal opera uniformemente entre ricos y pobres. Al contrario, el peso de esta supuesta redistribución recae en gran medida dentro del grupo de los “no poseedores”, cuyas circunstancias personales les impiden hacerse subvencionar por el resto, en virtud de los criterios estatales vigentes en cada momento. Decía Rothbard que la doctrina de la redistribución se resume en que unos pobres terminan pagando la factura de otros pobres. En el caso de la Ley de Dependencia, habrá beneficiarios netos (enfermos imposibilitados, con rentas bajas pero con bienes patrimoniales suficientes) que estarán siendo subvencionados por personas con un menor poder adquisitivo (por ejemplo, familias numerosas con escasos ingresos y grandes problemas para llegar a fin de mes). La Pastor se muestra encantada con este sistema. Ella sabrá. En todo caso que se lo explique a sus votantes.
Finalmente, la subvención pública desincentiva el ejercicio de la responsabilidad individual y erosiona los vínculos familiares. El estado socialdemócrata aspira a dirigir nuestra vida desde la cuna hasta el final de nuestros días, mediante la expansión de un gigante burocrático que cada vez fagocita un trozo mayor de la riqueza que creamos los ciudadanos. Así, el sistema público de pensiones, alienta a la mayoría de las personas a no preocuparse de ahorrar lo necesario para garantizarse una vejez desahogada, a la espera de que el estado socorra sus necesidades. Los hijos, a su vez, eluden la obligación moral de cuidar de sus progenitores imposibilitados en la ancianidad, exigiendo al Estado (es decir, al resto de contribuyentes) que se encargue de ejercer esa función, con grave deterioro de los lazos intergeneracionales propios de la institución familiar.
Lo cierto es que la socialdemocracia hace mucho tiempo que dejó de ser una opción política para convertirse en un régimen, en cuyo juego de intereses electorales el PP sólo es el ala moderada. Y nada más.