Jaleados por el periódico de Franco, acogidos en la tribu nacionalista como hijos pródigos, pero parte de la familia catalana al fin, los todavía dirigentes del PPC Piqué y Vendrell han consumado uno de esos episodios que marcan de forma irreversible el devenir de una formación política. Para unos, los socios y aliados, porque la abdicación de principios resultará imperdonable. Para otros, los enemigos, porque tan escandalosa prueba de debilidad moral y flexibilidad de columna ética muestra una endeblez de la que tomarán buena cuenta para darle la puntilla en el momento que estimen oportuno.
El CAC, la Inquisición Audiovisual de la Cataluña liberticida del Tripartito que, para sorpresa general también cuenta con el apoyo del partido excluido de la vida pública por el Pacto del Tinell, o sea, por el PP, es, en el mejor de los casos, un Tribunal de Honor que hasta ahora ha pretendido arrogarse la peregrina facultad de decidir lo que es verdad y mentira y también los contenidos periodísticos que se ajustan o no a la Constitución, cuando lo que no se ajusta a la Constitución es la existencia de Tribunales de Honor y, por tanto, del propio CAC, una instancia entre la policía política y la ventanilla administrativa que supone un homenaje a cualquier dictadura pasada, presente o futura.