Es, sin duda, la perpetua confusión de quienes no quieren entender las cosas. O más que una confusión, se trata del lamento de los que no se resignan a perder el valor que un día tuvieron, pero no saben hacer nada para recuperarlo. La confusión, en realidad, viene de la polisemia anglosajona de la palabra “free”, como bien remarcó en su momento el polémico Richard M. Stallman con su frase “free as in freedom, not as in free beer”. Se trata de una cuestión de libertad, no de precio.
No hace mucho, un estudio de Ipsos-Reid realizado en Estados Unidos demostró dos cosas muy interesantes: una, que el porcentaje de norteamericanos que habían pagado por descargar música (12%) había prácticamente igualado por primera vez a los que utilizaban plataformas de intercambio de archivos entre iguales (13%). Dos, que entre las razones que los primeros afirmaban para descargar música de plataformas de pago se encontraba, en primer lugar, el deseo de obtener tan solo una canción de ese autor y, en segundo, la idea de la conveniencia, la facilidad, el “sólo a un clic de distancia”. Las razones legales, la preocupación por la legalidad del procedimiento o por la persecución de la industria únicamente aparecía en un 2% de los casos, prácticamente igual al error muestral del estudio.
Hace muy poco tiempo, en 2002, la práctica totalidad de la música se descargaba a través de redes de intercambio entre iguales. ¿Por qué? Simplemente, porque las alternativas que había para obtener música de una manera conveniente eran, además de escasas, simplemente absurdas: incómodas, con poco repertorio, sometidas a restricciones que dificultaban el disfrute de la música obtenida... estaban, en realidad, construidas para que la alternativa de comprarse el CD fuese casi más interesante. Hoy, con la aparición de plataformas bien desarrolladas en términos de usabilidad y amigabilidad, el panorama ha cambiado, a pesar de que siguen manteniendo una cierta obsesión por las barreras. Pero si ha cambiado, sin duda, no se deba a la estúpida persecución legal a la que la industria somete a sus usuarios y en la que entierra cada año miles de dólares en abogados. Los usuarios no se han descargado cerca de un billón de canciones de iTunes porque las otras alternativas estén injustamente perseguidas, sino porque iTunes es un servicio francamente bien diseñado, que permite obtener música fácilmente, a un precio que el mercado parece estimar razonable, y con una interesantísima adaptación al estilo de vida actual ligada a periféricos como el iPod. Es, sin duda, un gran servicio, un buen invento de una compañía que ha entendido a sus clientes y, a pesar de los intentos de una industria estúpida empeñada en suicidarse, consigue mantener un enorme crecimiento y popularidad. Se ve obligada, eso sí, a jugar en el filo de la navaja: los usuarios aceptan de mala gana determinadas restricciones y están dispuestos a pagar 99 centavos por determinada música, pero no en todos los casos: la inmensa mayoría del contenido grabado en los iPods de la gente ha sido obtenido de redes de intercambio entre iguales. Prácticamente todos los usuarios de plataformas de música como iTunes, salvo talibanes exacerbados, se abastecen también de música en las plataformas de intercambio de archivos entre iguales. La mula sigue siendo el animal que más ha hecho por el avance de Internet en este país, y sin duda mucho más que todos los burros que lo han pretendido dificultar.
Sin embargo, Steve Jobs gana mucho dinero con iTunes, y ha desarrollado un servicio que permite que los músicos, algunos músicos, obtengan ciertas cantidades en concepto de derechos de autor. ¿Qué músicos? ¿Alguien sería tan estúpido como para pensar que los músicos que imponen más restricciones y someten a una persecución mayor a sus fans son precisamente los que más ganan? Sí, la industria musical, pero eso ya es un caso perdido. Salvo estupidez congénita, todo el mundo se da cuenta de que, en realidad, los músicos que más ganan son aquellos que consiguen que un porcentaje amplio de la población le otorgue a su creación un valor suficiente como para pagar por ella y que, además, pueda obtenerla de forma fácil en las plataformas de descarga habituales. Es más: un pequeño examen nos haría darnos cuenta de que, salvo excepciones, los músicos que más ganan son aquellos cuyas canciones son también más descargadas en las plataformas de intercambio entre iguales.
Mientras, la estúpida industria musical sigue empeñada en envenenar las redes de intercambio entre iguales con ficheros falsos, o en cometer delitos como instalar software espía en los ordenadores de sus usuarios. Pero no se preocupen: Overpeer, la compañía se dedicaba a saturar las redes con millones de ficheros falsos (y, según algunos, con virus perniciosos), cerró la semana pasada, y Sony pasará por los tribunales por la distribución de su rootkit. Dejémosles que se den cabezazos contra las paredes, siempre que sean sus cabezas y sus paredes.
Digan lo que digan la industria, las leyes o los gobiernos empeñados en ceder a presiones de los lobbies y en legislar lo ilegislable, la posibilidad de obtener música a través de una red de intercambio entre iguales siempre estará ahí. La música ya es libre. ¿Quiere decir eso que la música es gratis? Depende. En algunos casos, en muchos, lo será. En otros, los clientes preferiremos pagarla, sea porque nos gusta el autor o, simplemente, porque tendremos servicios de los que sea un gusto descargar música y pagarla a un precio que estimemos razonable. En no mucho tiempo, muchos de los músicos que hoy, mal aconsejados, rebuznan contra los usuarios, nos suplicarán desde sus escenarios que por favor nos bajemos sus canciones. De donde sea.