El viejo abismo entre la España real y la oficial pervive en Barcelona, que lo mantiene por si algún día un epígono de Machado presiente que una de las dos Cataluñas ha de helarte el corazón y un epígono de Joan Manuel Serrat quiere cantarlo. Tales seguidores aún no han nacido. A lo sumo, estarán siendo programados en un aula de inmersión neurolinguoemocional.
Sólo en un país cocido largamente en su propio jugo, endogámico y sedado a conciencia por televisiones públicas, diarios compradetes y emisoras sometidillas se concibe que una cosa como el CAC haga lo suyo (caca) sin que se organice un fenomenal escándalo. Aquí parece de lo más normal que un organismo envíe informes a empresas de comunicación, cite y valore frases pronunciadas por sus colaboradores, advierta de desviaciones en el ejercicio de la sagrada libertad de expresión y conceda plazos para presentar alegaciones. ¿Quién se han creído que son? La mera existencia del CAC es una agresión.
La libertad de expresión es inherente a la sociedad abierta y no admite más limitaciones o matices que la previsión de delitos como los de injurias y calumnias en el Código Penal. Cualquier intento de regularla por parte de las administraciones no sólo es inaceptable; es signo inequívoco de que la democracia está gravemente amenazada. Y exige una reacción de los afectados presentes y futuros. En el sucio y maloliente asunto CAC, los amenazados presentes somos todos los colaboradores de la COPE. En cuanto a los futuros, los cacos ya están apuntando a El Mundo y a Carlos Herrera.
Sería insensato que los discrepantes de la línea editorial de la COPE no se opusieran el cercenamiento de las libertades de sus adversarios. Sería no comprender que lo que está en juego es innegociable, que no tienen ninguna posibilidad de imponerse sobre la libertad, que no nos callaremos, que no renunciaremos a criticar al poder con claridad. Reflexionen: si se impusiera la filosofía del CAC, ningún medio de comunicación estaría seguro en Cataluña.