Ocurrió hace un par de meses, antes, por lo tanto, de los motines actuales. Un sábado por la noche, los vecinos de uno de los eaux quartiers de la capital, en el distrito 16, llamaron a la policía. El motivo de esa llamada fue que en la calle un nutrido grupo de gamberros estaba armando un escándalo de padre y muy señor mío. Lo que no se dice es si el escándalo era festivo, a base de gritos, canciones y carcajadas; o si esos gamberros se habían enzarzado en una pelea y los gritos eran insultos y las canciones puñetazos.
El caso es que los vecinos llamaron a la policía, ésta acudió y, mientras metía a los energúmenos en los paniers á salade, uno de los protagonistas, que había logrado hacer uso de su móvil, le tendió el teléfono al jefe de la patrulla diciéndole: “Mi padre quiere hablar con usted”. El oficial escuchó, se cuadró, y ordenó a sus tropas liberar inmediatamente a todo el mundo. Es de suponer que aconsejó a los revoltosos dispersarse y volver a sus casas en silencio, para tranquilizar a los vecinos. La explicación es sencilla, el padre de la criatura era, nada menos, que Dominique de Villepin.
Tía Mercedes, cuya “conciencia social” es tan grande como la de Jane Fonda, me recuerda este suceso (poco comentado), para demostrarme que la policía no trata de la misma manera a los hijos de ministros y a los jóvenes de los suburbios. Menudo descubrimiento. En todos los países, los ministros –primeros o segundos– intervienen para evitar molestias a sus cachorros. Además, en casi todo el mundo, las noches del sábado al domingo, constituyen las citas, diríase obligatorias, para todo género de botellones, jolgorios, reyertas y navajazos.
Viviendo en Bruselas, en 1957, recuerdo mi extrañeza ante la violencia de las peleas entre bandas de jóvenes, que todos los sábados por la noche se enfrentaban a porrazo limpio en el centro de la ciudad, por motivos esotéricos para mí. Lo mismo ocurre en otras ciudades, francesas o no, y en Estrasburgo, vicecapital burocrática de la UE, que no de Europa. Desde hace más de diez años se ha instalado la tradición cultural del incendio del máximo de coches para festejar nochevieja. Precisaré, de paso, para tía Mercedes, que los gamberros villepinos no habían incendiado coche alguno, ni siquiera un cubo de la basura.
