Más de la mitad de los tontos de baba con los que me he cruzado en esta vida posee una licenciatura universitaria. He lidiado con decenas de zoquetes estructurales que lucen el grado de doctor en las tarjetas de visita. Conozco legiones de auténticos asnos, gente que gasta menos en libros que Antonio Franco en champú, que exhiben sus títulos de master grabados hasta en la pernera de los calzoncillos. Y por el contrario, entre los seres admirables de los que uno ha aprendido de verdad, algunos no cursaron el Bachillerato.
Porque ni el aire de la Universidad española vacuna a nadie contra el cretinismo –más bien al contrario–, ni adolecer de educación secundaria impide a las personas atesorar ejemplares valores morales. Valores como, por ejemplo, ese imperativo ético que ordena no inducir a engaño a los demás, insinuando que se es jurista y economista cuando ni existe constancia de que quien lo propala haya cursado siquiera el Bachiller.
Por lo demás, carecer del título de Bachiller por haber padecido una juventud difícil, huérfana de oportunidades y volcada desde la adolescencia en el trabajo no constituye demérito alguno. Millones de españoles sufrieron a su pesar esa limitación formativa en el pasado, y no por ello su dignidad profesional y personal se ve mermada un ápice. Sin embargo, no querer estudiar ni el BUP cuando uno lleva toda su vida ingresando jugosos sueldos públicos y administrando presupuestos multimillonarios, es otra cosa: una vergüenza.
Con veinticuatro añitos recién cumplidos, el precoz agitador estalinista José Montilla Aguilera colgó la hoz y el martillo, y se dispuso a saborear la primera nómina aliñada con despacho enmoquetado y coche oficial: teniente de alcalde en Sant Joan Despí. Después llegaría un dieciséis válvulas y el tresillo de cuero auténtico: alcalde de Cornellà. Más tarde, la hora soñada de pisar genuina madera de roble, por fin: presidente de la Diputación de Barcelona. Y, ahora, como ministro de Industria y Telecomunicaciones, todavía no ha descubierto de qué calidad es el suelo que hay bajo sus pies, pues dicen los ujieres que aún no ha bajado y que sigue pegado al techo de su gabinete, flotando en el aire sin acabar de creérselo.