Hace ya casi veinte años, en abril de 1987, la antigua Asociación Española de Ciencia Política y Derecho Constitucional, dedicó su VI Congreso al estudio de la Jurisprudencia del Tribunal Constitucional. Presenté allí una breve comunicación sobre "El derecho a la información mendaz”, recogida en la publicación de las actas del Congreso, en la Revista Jurídica de Castilla-La Mancha, nº 3-4, abril-agosto 1988. Dado que la publicación se retrasó considerablemente (la fecha real, como es habitual en España, es posterior a la fecha editorial), temí que no se editase y me busqué un medio alternativo, de suerte que el mismo texto apareció en la Revista de Derecho Político, nº 27-28, del mismo año.
A pesar de esta doble, y casi simultánea, publicación, el escrito (como todos los míos) apenas tuvo repercusión. Razones habrá para tan escasa fortuna pero, al margen de ellas, permítanme pensar que mi tesis era afortunada y relevante. Ahora el ataque concertado contra la COPE por parte del Ministro Montilla y el Gobierno de la Generalidad de Cataluña (el mismo perro con distintos collares) confirma lamentablemente su pertinencia.
No recuerdo con mucha precisión el detalle de mis desarrollos y no tengo aquel texto a mano. Pero sí me acuerdo de su punto de partida, y es éste el que interesa a mi propósito de ahora. Es el caso que el artículo 20.1 d) de la vigente (en precario, pero vigente todavía) Constitución española consagra el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Seguramente, el lector ingenuo, poco alertado ante la naturaleza expansiva del poder político, y poco familiarizado con el crucial papel que la libertad de información ha jugado en la historia del gobierno democrático, seguramente, digo, ese lector ingenuo encontrará esta formulación irreprochable. Sin embargo, muy al contrario, la introducción constitucional del requisito de la veracidad destruye la libertad que aparentemente consagra.
Repárese, sino, en la circunstancia de que un precepto como éste es perfectamente asumible por cualquier régimen despótico. También los soviéticos toleraban la información veraz; el pequeño problema estaba en que el juicio de veracidad quedaba reservado a las instancias supremas del PCUS. Y tenían tal devoción y tal capacidad de definir la verdad que podían proyectarla retrospectivamente, modificando cuando era preciso la verdad del pasado. Cosa parecida acontecía con los nacionalsocialistas. Goebbels y el complejo aparato que de él dependía no tenían otra misión que establecer la “verdad”. Más o menos lo mismo puede decirse de cualquiera de los despotismos actuales.
En la realidad, salvo en sociedades muy simples, no hay posibilidad de definir apriorísticamente una información social veraz. Los intereses son muy diversos y encontrados, las ideas muy diferentes y contrapuestas, los criterios de los expertos, incluso en los raros casos en que consiguen abstraerse de intereses e ideologías, rara vez son coincidentes. A lo sumo, la veracidad social de la información es la resultante de la conjugación de versiones parciales y diferenciadas, un punto de llegada, no una restricción de partida.
¿Quiere esto decir que postulo una información mendaz, como provocativamente sugería el título de mi artículo? Naturalmente que no. Lo que quiere decir es que constitucionalmente no se puede subordinar el derecho a la información al requisito previo de la veracidad. Como se ha dicho, lo específico del régimen democrático es la libertad de información. En consecuencia, los excesos que se puedan producir en el ejercicio de esa libertad, como de cualquiera otra, sólo pueden resolverse por los tribunales, a virtud del oportuno procedimiento judicial. Cuando el bien jurídico de la libertad de información, en principio irrestricta, colisiona con otros bienes jurídicamente protegidos, como por ejemplo el derecho al honor o a la intimidad de las personas corresponde a los jueces decidir el litigio. Si en alguno de los programas de la COPE se ha faltado al honor de los gobernantes nacionalistas y socialistas, que padecemos, se les ha injuriado o calumniado, tienen éstos expedito el camino judicial.
Pero la penosa redacción del artículo 20.1 d) de nuestra Constitución, técnicamente tan menesterosa e ideológicamente tan confusa, abre una oportunidad al despotismo que, naturalmente, Montilla y los miembros del tripartito catalán intentan aprovechar. A cualquiera se le ocurre que la consagración constitucional de la libertad de información se justifica para proteger a los que dicen cosas desagradables del Gobierno. Las empresas y periodistas serviles al poder no la precisan.
Resulta aterradora la inclinación despótica de nuestros gobernantes nacionalistas y socialistas. Controlan la mayor parte de los medios escritos; en algunas regiones la casi totalidad. Al servicio de ese control pueden usar instrumentos tan espurios como la llamada “publicidad institucional”, la concesión de la impresión de publicaciones oficiales, periódicas o unitarias, a talleres propiedad de las editoras de esos medios y mil otros recursos. Respecto de los medios radiofónicos y televisivos el control es todavía mayor. Por un lado, disponen de emisoras públicas de radio y televisión que, de hecho, son emisoras gubernamentales. Estas aberraciones se justifican apelando a su sedicente consideración de servicio público (nunca nadie me ha explicado porqué el periódico escrito, en cambio, no es un “servicio público”). Pero, además, la limitación de los espacios radiofónicos y televisivos impone el régimen de concesión a las emisoras privadas. Amén del potencial de corrupción que esto supone, es muy obvio que la complacencia con el gobierno es condición necesaria, aunque no siempre sea suficiente, para obtener una concesión. Porque nuestros gobernantes usan los criterios de capacidad técnica y garantía del pluralismo con desenvoltura y cinismo insuperables.