Es un error estratégico del PSOE el mostrar al PP como el único partido que se resiste a unos cambios que más del 70% de los españoles rechazan. Se trata de una maniobra mal calculada, pues un gobierno cada vez más impopular no puede echar constantemente la culpa de sus errores al partido de la oposición. Sin quererlo, está presentado al PP como la única solución a los problemas, y al gobierno de Aznar como un periodo de tranquilidad y prosperidad.
Oír que el PP tiene la culpa de las avalanchas sobre Ceuta y Melilla, de la sequía, o del envalentonamiento del independentismo –sí, ese mismo que gobierna con ZP en Madrid–, no deja de ser una serie de lamentables tonterías. Los socialistas de Zapatero repiten la vieja añagaza de los totalitarismos, que es la de señalar a un enemigo exterior como el causante de todos los males, con el objetivo, entre otros, de ocultar la inoperancia propia. Es, por ejemplo, ese antiamericanismo primario, que une a mucho dictador con los progresistas occidentales.
La identificación de un enemigo exterior en tiempos de paz es útil a las dictaduras, o válido para animar movimientos sociales herederos de mayo del 68. En una democracia liberal, su utilización por parte de un gobierno que pretende la reorganización del país por la puerta de atrás y con el apoyo de los antisistema, tiene un sentido propio.
La acusación al enemigo exterior sirve a los socialistas de Zapatero para unir a los heterogéneos grupos políticos que le apoyan, y mostrar a un PP reaccionario. Pero la maniobra tiene un alcance más ambicioso. Zapatero considera que no existen las crisis, sino las oportunidades. Y las críticas recibidas desde dentro del PSOE a su proyecto de Transición rectificada no son vistas por el presidente como un problema, al contrario, son para él una ocasión. Es la posibilidad de desembarazarse de los sectores socialistas incómodos para su liderazgo y sus alianzas. Las declaraciones de unos preocupados González, Guerra, Chaves, Bono, Vázquez, Ibarra o Simancas son obstáculos para su política. La alternativa a su silencio, algo que ha pedido Zapatero, no es otro que su debilitamiento y desaparición.
La identificación de un enemigo exterior no es más que una parte del plan para eliminar a todos los que no aceptan las “fórmulas mágicas” de Zapatero. Se trata, por tanto, de sacar de escena a los que les molesta el federalismo asimétrico, los que aprecian el significado de las palabras, como por ejemplo, “nación española”, los que creen que una reforma constitucional no puede hacerla una comunidad autónoma ni una ley orgánica. No sólo es un elemento del discurso gubernamental, sino una cuestión de poder en el socialismo español. La diferenciación de enemigos, de verdades únicas, busca conseguir el aislamiento de los que en el PSOE pudieran disputarle la dirección a ZP y a los suyos. Es una purga, eso sí, con mucho talante.