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Pío Moa

El aprendiz de brujo

Sin embargo hay algo en común entre éste y aquél: los dos comparten la idea de llevar a cabo una “empresa de demoliciones” de todo lo que ha representado históricamente España

“Sonsoles, no puedes imaginar la cantidad de cientos de miles de españoles que podrían gobernar”, ilustraba el Iluminado de la Moncloa a su cónyuge, en conversación en El País. Si hubiera añadido “mejor que yo”, la frase habría tenido sentido, pero tal como quedó expuesta sólo revela la insondable frivolidad de un politiquillo habilidoso y necio, y su no menor desdén por España. Un mal tradicional de la izquierda, esa idea de que España la puede mangonear cualquiera. Portela, hombre progresista y masón, describe en un par de anécdotas el calibre de aquella clase política “progresista” que llevó a España a la ruina en los años 30, y que tanto alaban sus imitadores de hoy:
 
“El Gobierno provisional (de la República) había acordado almorzar en el aristocrático Lhardy. Faltaba un ministro, y después de esperarle, sentáronse a la mesa. Llegó, por fin, y desde la puerta prorrumpió en enormes carcajadas que le sacudían el poderoso vientre. “Ríome –pudo por fin explicar— de que estéis aquí y de que seamos nosotros quienes gobernemos a España” Y comenta Portela: “Eran los tiempos de júbilo por los goces no esperados”. El carcajeante debía de ser Prieto.
 
La segunda anécdota: “En un consejo, el siempre almibarado Fernando de los Ríos dijo incidentalmente que un futuro ministro técnico “era un veterinario capaz de poner unas herraduras de plata a un santo Cristo” “¿Qué blasfemia tan magnífica!”, gritó uno de los consejeros, apretándose los ijares, y entre blasfemias cada vez más resonantes hubo de suspenderse el consejo”.
 
Azaña lo expresó con mayor contundencia: “Rodeado de imbéciles, gobierne usted si puede”. Pese a sus graves errores, nunca se le habría ocurrido expresar una sandez como la del actual presidente. Sin embargo hay algo en común entre éste y aquél: los dos comparten la idea de llevar a cabo una “empresa de demoliciones” de todo lo que ha representado históricamente España, con la ayuda de los elementos más demagógicos y exaltados del panorama político. Azaña, que se sentía “la inteligencia republicana”, y ciertamente era inteligente, aunque quizá no tanto como él suponía, creyó poder despertar y controlar en provecho de sus ideas unas fuerzas que le desbordaron muy pronto, como ocurre con todos aprendices de brujo. No pretendía establecer, claro está, una democracia liberal, como han creído numerosos historiadores algo duros de oído, sino un régimen parecido al PRI mejicano, que es también a lo que aspira el partido hoy en el gobierno, empeñado desde su anterior etapa en enterrar a Montesquieu mediante un tenaz socavamiento de las bases de la democracia.
 
Y tal como Azaña buscó la alianza con los revolucionarios, causando la guerra civil, nuestro iluminado ha buscado el pacto con los separatistas y los terroristas. Desde antes de llegar al poder impulsó campañas extremistas, de auténtica histeria colectiva acompañadas de kale boroka, siempre en alianza con los separatistas, y a menudo bajo banderas totalitarias o anticonstitucionales; y desde el poder ha premiado tanto a los terroristas islámicos como a los de la ETA. El proceso de demolición de la Constitución, que es lo mismo que decir de la democracia, se ha acelerado en los últimos tiempos a través de hechos consumados, como revelan los sucesos en las Vascongadas y en Cataluña. Van a una “segunda transición”. La primera fue de la dictadura a la democracia. Ésta, debe insistirse en ello, sólo puede ir de la democracia a la demagogia y la balcanización de España.
 
Como penúltima chifladura, este personaje ha declarado que su patria no es España, sino “la libertad”. Lalibertadque sus aliados Mohamed VI, Fidel Castro o Chávez han implantado en sus respectivos países. Lalibertadque él, Ibarreche, Maragall, Carod y Otegui, todos a una, quieren implantar en España. Y dice Rajoy que se siente satisfecho. Esta lamentable clase política parece no querer ver que la convivencia democrática instaurada en España en 1978 no puede retarse ni socavarse indefinidamente sin un riesgo serio de traer la catástrofe sobre España. Con su mezcla de frivolidad y sandez están amontonando sobre sí una inmensa responsabilidad. Pero los españoles, al menos gran parte de ellos, son ciudadanos, no súbditos deslumbrables por los trucos sobados de unos ilusionistas políticos.

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