Una de esas paradojas terminales que ahora germinan en el humus de la metástasis del Estado es la inversión absoluta de las señas de identidad de la izquierda. De ahí que la mayoría progresista del Parlamento esté gozosamente predispuesta a izar en Cataluña la misma bandera de la desigualdad que porta en Italia la extrema derecha xenófoba de Umberto Bossi. Aunque, hasta hace media hora, el estandarte de los fueros locales, que siempre ha sido el blasón de la nueva Edad Media, luciera exclusivamente en las balconadas de los huérfanos inconsolables de Fernando VII.
Razón de que el PNV, que nunca ha disimulado su fiebre por deshacer la Nación soberana que emergió de las Cortes de Cádiz, comenzara su labor de zapa exigiendo la ruptura de la solidaridad fiscal entre los españoles. Fue, conviene no olvidarlo, durante el proceso de elaboración de la Constitución del 78. Justo entonces, cuando las balas de la ETA agitaban cada día el árbol, a la espera de que Arzallus recogiese las nueces de esa Disposición Adicional que reinstauraba los derechos histéricos, como bien dice Jorge de Esteban. Así, manchada de sangre, la cuña del Medioevo se colaría en la Modernidad.
Sin embargo, por aquel entonces, el partido socialista aún comprendía la contradicción insalvable entre la retórica sobre la igualdad entre los ciudadanos y el discurso de la asimetría para los territorios que albergan a esos mismos depositarios de la soberanía. Estatalizar la sociedad por medio de la ingeniería social forzando la máxima igualación ex post, constituía la almendra del paradigma que proveía de sentido su propia existencia como organización. Y así continuaría siendo hasta la catarsis doctrinal que supuso la llegada de Zapatero al poder. Hasta que la indigencia ideológica del grupo que con él tomó las riendas del partido hiciera de las urgencias tácticas el nuevo y único programa máximo. Hasta que la desigualdad ex ante y la privatización extensiva de todas y cada una de las parcelas del Estado ocuparan el altar de una nueva utopía retrógrada.