El desempleo llegó en España al 24 % y no pasó nada. Es decir, pasó que los socialistas perdieron el poder por otros motivos, que se resumen en uno: la pestilente e insoportable corrupción. Rubalcaba lo recordará. Pero cuando en Alemania el índice de paro supera el 11 % y la cifra se acerca a los cinco millones, los libros de historia empiezan a dar aullidos en las estanterías recordando la gran hecatombe. La tinta y la celulosa, en su simpleza, ignoran que la historia no se repite. No traten de acariciarles el lomo para calmarlos porque a veces los libros muerden.
Lo que sí se repite es la frustración. Alemania se ve como la locomotora industrial de Europa, como su banco y como la mitad de su ser (este último ajuste perceptivo es todo un logro). Schröder es una de las caras del Jano que soñaba un imperio europeo por contraste, una lógica mundial alternativa. La otra es de Chirac, rumbo ya a su destino penal. Quisieron darle lecciones a la superpotencia: lecciones geoestratégicas y macroeconómicas, culturales y éticas, militares y diplomáticas. Como el Jano francoalemán detestaba a Aznar, el derribo del PP regocijó al dios que los antiguos llamaban caos. Rodríguez, mientras tanto, soñaba con un templo cuadrifronte: Chirac, Schröder, él y la dispersa corriente antiglobalizadora y antiamericana que recorre Europa y excita a la intelectualidad estadounidense, apuntala al PSOE e infunde su vigor estéril a todas las opciones políticas francesas sin excepción, de la extrema izquierda a la extrema derecha.
En el fondo de su corazón, Francia sabe que perdió la guerra mundial, que su presencia entre los vencedores y su derecho de veto en el Consejo de Seguridad son inmerecidos. Sigue resentida con el país que la liberó y le hizo todos esos regalos. No es el caso alemán: no hay más que ver el esfuerzo constante de todos sus jefes de Estado para que el Holocausto no caiga en el olvido.