Del cúmulo de retórica, lugares comunes e inocentes bravatas con las que el presidente del gobierno español compuso su discurso en Naciones Unidas, tal vez la más sorprendente sea la proclamación de que en una generación (una década o dos) se puede acabar con el hambre y la pobreza en el mundo algo que no se logró desde que el mundo es mundo y el hombre es hombre.
Zapatero no dio una sola pista de cómo hacerlo, qué medios hay que utilizar, quienes deben utilizarlos y a quién compete ordenarlos y gestionarlos. Tampoco dijo qué entendía por pobreza, uno de los conceptos más ambiguos de la sociología contemporánea. Tampoco se tomó la molestia de ubicar y describir las regiones y zonas de pobreza a nivel planetario. ¿Serán los arrabales de los grandes núcleos urbanos de Occidente, serán los desiertos africanos, serán las selvas amazónicas, serán los confines helados del norte o del sur? No sabe, no contesta.
Pero lo más cómico de esta nadería fue que cuando franceses, chilenos y brasileños propusieron que se gravara con un nuevo impuesto (¿otro más?) los billetes de avión, el animoso Zapatero se negó en redondo porque eso afectaba a nuestra industria turística. Hay que decir, al margen de la inmensa tontería de este nuevo impuesto (precisamente en un momento en que las compañías aéreas caen como moscas y que el petróleo sube y sube) que Zapatero y sus consejeros en estos asuntos –si es que los tiene y, sobre todo, si los escucha– saben mejor que nadie que los países de la ONU comprometidos con los objetivos del Milenio (entre otros: erradicar el hambre antes del 2015) han sido incapaces de cumplir siquiera el 5% de sus compromisos en este capítulo. ¿Qué razón hay para que ahora los cumplan? ¿Será acaso el tonante discurso del presidente español el que convenza a los dirigentes de los países pobres y ricos, industriales y agrícolas, corruptos y decentes de que hagan ese esfuerzo supremo y en una década acaban con la pobreza? ¿En qué país vive Zapatero o, mejor dicho, en qué planeta?