¿Se ha parado a pensar últimamente en la cantidad de noticias con trasfondo legal que aparecen últimamente en los medios? Veamos simplemente noticias recientes: un tribunal australiano falla que la red KaZaA, utilizada por millones de personas en todo el mundo como una de las maneras más eficientes de obtener música, tiene ciertos componentes de ilegalidad, no por lo que hace la empresa o su herramienta, sino porque “no hace lo suficiente para evitar el presunto uso ilegal que dice que hacen sus usuarios”. La misma razón que nos haría, sin duda, enviar a la policía a tomar por asalto todas las fábricas de navajas de Albacete, sin ir más lejos, si no fuera porque dentro de poco, y en función de la evolución del código penal, matar a un hombre será seguramente un delito mucho menor que silbar una canción. Mientras, en otro lado del mundo, un tribunal norteamericano nos dice que rellenar los cartuchos de tinta para la impresora (sí, esos que en algunos casos son más caros que la propia impresora en la que los ponemos) es un delito, puesto que incumple el contrato que tácitamente firmamos con el fabricante del cartucho al adquirirlo y le damos un uso diferente al especificado. En otro lugar del planeta, un tribunal británico condena a un hombre por haber utilizado la red inalámbrica de su vecino, al que no ocasionaba perjuicio alguno. Y mientras, otro tribunal, de nuevo norteamericano, solicita una pena de diecisiete años de cárcel para un chaval de diecinueve años que descubrió que en un determinado cine podía meter una cámara digital de aficionado, y grabó dos películas de estreno.
¿No hay nada en el párrafo anterior que le parezca, de alguna manera, extraño? ¿Nada le llama la atención ni le resulta fuera de lo común? A mí, sinceramente, sí. La primera cosa que me preocupa, y además seriamente, es un pensamiento egoísta: yo mismo. Resulta que cualquiera de los comportamientos descritos anteriormente y calificados por alguno de los citados tribunales como delitos son acciones perfectamente susceptibles de haber sido realizadas por mí. Es más, varias de ellas las he llevado a cabo, y no en una, sino en múltiples ocasiones… por si acaso, obviaré los detalles para evitar que esta columna se pueda convertir en prueba condenatoria y acabe dando con mis huesos en la cárcel. Pero algo me preocupa, si cabe, todavía más: conozco a varios amigos, e incluso a varios amigos de mis amigos, que de la misma manera que yo, perpetran de manera habitual estos “delitos” que tribunales de todo el mundo parecen perseguir con asombrosa diligencia. Algunos de mis amigos, efectivamente, me consta que se bajan canciones de Internet. Otros utilizan redes inalámbricas de sus vecinos cuando lo necesitan, de hecho, conozco incluso a uno que quedó con su vecino en que, para sobrevivir el largo período de tiempo con el que las operadoras castigan en España a los clientes que tienen la osadía de cambiarse de ADSL, acordó con un vecino que en ese lapso, utilizaría su conexión a través del aire. Y el caso es que a mí, cuando me lo contó, me pareció una idea fantástica… ingenuo de mí, que jamás vi a mi amigo y a su vecino como los feroces delincuentes que en realidad eran. Rellenar cartuchos de tinta, pues mire usted, no lo hago porque dada mi escasa habilidad manual, seguro que me acabaría poniendo perdido de tinta, pero francamente, tampoco me parecía un delito como tal. En cuanto al chaval de diecinueve años… ¿delito? Tal vez, pero… ¿diecisiete años de cárcel? ¿Toda una vida destrozada por algo que se parece más a una travesura? No sé, creo que se me están trastocando enormemente las escalas de valores.