Galicia arde por los cuatro costados. Desde primeros de mes casi dos mil incendios han arrasado 13.368 hectáreas de terreno, es decir, una superficie equivalente al municipio de Valencia. Orense se ha llevado la peor parte con casi 50 kilómetros cuadrados devastados por las llamas, una superficie nada desdeñable pues en estos días se ha quemado, sólo en Orense, más territorio del que la que ocupa la ciudad de La Coruña y sus alrededores. Las tres provincias restantes le siguen de cerca y al cierre de esta edición un total de 38 incendios se encuentran activos en toda la Comunidad Autónoma.
Galicia, a pesar de disfrutar de un clima pródigo en lluvias y fresco durante todo el año, ha padecido siempre azotes periódicos de fuego. En la memoria de todos los gallegos aún perduran los veranos negros de finales de la década de los ochenta tras los cuales la Xunta, presidida entonces por Manuel Fraga, se decidió por adoptar estrictas medidas de prevención que conjuraron durante los últimos quince años el peligro latente en sus bosques. Este año, no tan casualmente el que ha marcado el fin de la era Fraga, Galicia ha vuelto a arder. En parte se debe a lo esquivas que están siendo las borrascas con la península desde el invierno, y en parte a que, desde julio, no se ha sabido organizar desde la Xunta un dispositivo de prevención y alerta temprana. Los resultados los estamos viendo. Pérez Touriño ha convocado de urgencia una reunión para armonizar los recursos propios y los que están llegando desde otras partes de España. Pero ya es tarde, Touriño a lo más que va a llegar es a extinguir los incendios que ya están activos, y eso si lo consigue, extremo éste del que ya no estamos tan seguros.
El mes pasado, con motivo del trágico fuego que asoló la provincia de Guadalajara arrojando 11 muertos, decíamos desde aquí que “no ha de existir una política de extinción de incendios sino, bien al contrario, una política de prevención de incendios”. Nos reafirmamos en ello. Si los responsables estatales y autonómicos no hacen sus deberes previamente, difícil será después plantarle cara a las llamas en los parajes dónde los incendios suelen desatarse que, por lo general, son los más apartados e inaccesibles para los cuerpos de retenes y bomberos. Una prevención eficaz solucionaría gran parte del problema y los hechos están ahí para demostrarlo. Autonomías como Madrid, cuya sierra fue durante lustros castigada por incendios forestales que se cebaban en los pinares agostados tan propios de la meseta, hace tiempo que dejó de preocuparse por apagar el fuego. Los sucesivos gobiernos autonómicos madrileños han combinado una eficiente política preventiva con intensivas campañas contra el fuego entre la ciudadanía. Porque en esta lucha desigual que libra el hombre contra las fuerzas destructivas de la naturaleza todos participamos.
Así han de entenderlo las administraciones públicas. En el caso de Castilla-La Mancha se batieron todos los records de incompetencia e imprevisión, y cuando se quiso hacer frente al problema ya era demasiado tarde. En Galicia, este verano, empieza a serlo. Una vez se hayan apagado los últimos rescoldos que han dejado las llamas, la Xunta debería plantearse seriamente qué va a hacer el año próximo. Para políticos como los que, desde hace un mes, gobiernan en Galicia esto quizá no tenga demasiada importancia embebidos como están en su propia soberbia y ocupados en calcular cuánto debe España a Galicia en concepto de “deuda histórica”. Y no es esta una cuestión baladí, los aprovechados de Nunca Mais ya dejaron claro hace tres años que las catástrofes ecológicas sólo tienen una lectura política. Ahora les toca gobernar a ellos, ¿estarán a la altura o dejarán que Galicia continúe ardiendo?