El nombramiento de John Bolton como embajador de Estados Unidos ante la ONU ha perturbado e irritado a las buenas conciencias "progres". Sin embargo, Bolton puede darle una buena sacudida a muchos de los mitos que impiden una reforma a fondo de ese paradigma de la burocracia premier.
Durante los años 60 y 70, la Asamblea General de las Naciones Unidas fue dominada por una mayoría que se burló de los valores occidentales y siguió una agenda contraria a la democracia. Año tras año condenaron la política exterior de los Estados Unidos, ante la complacencia de la Unión Soviética.
Esa mayoría, incluso cuando se definía a sí misma como "no-alineada", atacó sin piedad a los aliados y amigos de Estados Unidos en el mundo; en 1975 la Asamblea General aprobó una infame resolución que equiparaba al sionismo con el racismo, con el objeto de quitar toda legitimidad a Israel. También socavó la libertad económica en el mundo y la prosperidad global promoviendo engendros propagandísticos como "el nuevo orden económico internacional".
Mientras tanto, la burocracia de las Naciones Unidos creció y siguió creciendo como si fuera un arrecife de coral, sin plan, sin objetivo, sin meta, sólo bendecida por una especie de garantía de vida eterna.
Los tres párrafos anteriores son mi versión libre de parte del diagnóstico que hizo en 1997 sobre la ONU un académico estadounidense en el tercer capítulo del libro "Delirios de grandeza: Las Naciones Unidas y la intervención global" (“Delusions of Grandeur: The United Nations and Global Intervention”, editado por el Instituto Cato). El autor de ese despiadado pero objetivo análisis de la ONU se llama John R. Bolton y es el nuevo representante de los Estados Unidos en la ONU.
No es de extrañar que su nombramiento, para el que George W. Bush recurrió a un receso del Congreso y así ha obviado una difícil batalla política, haya despertado la irritación de las buenas conciencias "progres", que siguen viendo a la ONU, no se sabe si por candor o por cálculo político, como una entidad inmaculada, casi divina, que debe gobernar al mundo. En otras palabras, una superstición; como quien cree que algún distintivo en la solapa le preservará siempre de los ataques de los malvados.
Gente como Bolton puede ser más eficaz para reformar de raíz a las Naciones Unidas –que en tantas ocasiones ha fallado miserablemente en evitar genocidios, tiranías y un sin número de opresiones en el mundo y que en otras tantas ocasiones ha sido nido de la más refinada corrupción– que una legión de diplomáticos convencionales preocupados de que no se reduzcan un ápice sus principescos privilegios y opuestos a molestar con el pétalo de una crítica a sus colegas y amigos de la burocracia premier por antonomasia.