Tal vez el mayor triunfo de nuestros nacionalistas domésticos haya sido convencernos de su propia originalidad. En efecto, la infinita pesadez de los catalanistas y de los nacionalistas vascos ha acabado por persuadir a muchos de que el fenómeno de las pequeñas comunidades locales con rasgos culturales propios es específico de España. Y, sin embargo, nada más lejos de la realidad, digamos antropológica, de los Estados europeos, en los que las señas de identidad homogéneas constituyen no la norma, sino la excepción. Sin embargo, ese activismo narcisista e inasequible al desaliento que practican a diario ha conseguido que los árboles de sus aldeas sublimadas nos tapen el bosque de la verdad continental.
Porque la excentricidad genuinamente española no es ésa, sino el esperpento de que un Carod Rovira cualquiera, el de turno, se pueda colar en el despacho del presidente del Gobierno de la Nación para dictarle instrucciones. Así, todo el mundo percibiría como delirante la posibilidad de que los Presupuestos del Reino de España dependiesen, por ejemplo, de un grupúsculo de maoístas chiflados, facción banda de los cuatro. Y, sin embargo, ERC, un partidito no menos iluminado que cosecha los mismos votos que obtuviera, en 1977, una de aquellas sectas marginales –el Partido del Trabajo–, manda en las cuentas del Estado sin que se produzcan terremotos institucionales. Y es que escenas como la que acabamos de ver en La Moncloa, el representante del 2,5 por ciento del electorado dirigiéndose de igual a igual al jefe del Ejecutivo, resultan simplemente inimaginables en cualquier lugar de Europa. He ahí, pues, la especifica, la única anormalidad estridente de la democracia española; el auténtico hecho diferencial que nos distingue de todo nuestro entorno.
Gracias a esa patológica anomalía hispana, el Tripartito se permite disfrazar de reforma estatutaria algo que, en la práctica, es el texto constitucional de una nación independiente; y amenaza al Partido Socialista con hacer imposible la gobernabilidad si no cede la soberanía sin rechistar al Parlamento de Cataluña. En este penúltimo chantaje al Estado, como siempre, Maragall y Carod actúan asociados en comandita y se reparten los papeles del policía bueno y el policía malo. Uno, el simpático, dice esforzarse buscando el “encaje”; simultáneamente, el otro nos enseña la llave de la caja. Al tiempo, también como de costumbre, unos pocos vuelven al añejo ritual de rasgarse las vestiduras ante el Título Octavo de la Constitución. Y ahí termina toda la resistencia teórica y doctrinal frente a esos tigres de papel de la Plaza de San Jaime.