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Cristina Losada

De la antítesis a la síntesis

Alfonso Guerra pertenece al pasado, como don Fernando de los Ríos, y es Rodríguez el producto del presente, el destilado incoloro, inodoro e insípido, disgregador y relativista, de la izquierda reaccionaria.

Qué tiempos aquellos en los que se escribían cosas como ésta: “…hijo de esa fuerza biológica de la raza ha sido el renacer actual de la fe en sus destinos históricos que hoy muestra el pueblo español”. ¿Era el autor algún ideólogo de Franco? No. Son palabras de Fernando de los Ríos en el estreno mismo de la II República, cuando aquel intelectual socialista se hizo cargo del ministerio de Justicia. Y ese lenguaje, que hoy levantaría sarpullidos en la piel de bebé del socialismo gobernante, no era excepcional. Así hablaban y pensaban los prohombres de aquel régimen del que ZP presume de sentirse tan próximo. Será porque apenas sabe de él. Ni le interesa saberlo, para el caso.
 
ZP merienda con Carod. Digan lo que digan, será el del bigote el que se coma más croissants, o como los llaman por aquí, curasanes. Porque tienen razón los camisas negras: Alfonso Guerra pertenece al pasado, como don Fernando de los Ríos, y es Rodríguez el producto del presente, el destilado incoloro, inodoro e insípido, disgregador y relativista, de la izquierda reaccionaria. Aquella que ha enterrado definitivamente los valores de la Ilustración y con ellos, parte de los que proclamaba suyos. La que ha hecho astillas del tronco del que nacen y por el que adquieren sentido: el postulado de la existencia de unos valores de alcance universal.
 
¡La izquierda y los nacionalismos son antitéticos!, claman los dirigentes y militantes socialistas apegados a la cosmovisión antigua. Y antes era verdad, hasta cierto punto. Los bolcheviques hicieron suya la cuestión de las nacionalidades, aunque según les conviniera. A Ucrania no le permitieron la “autodeterminación burguesa”, pero luego le endosaron la “autodeterminación proletaria”, o sea, su inclusión en la URSS. Puro oportunismo. Pero la reorientación de la izquierda de los sesenta para acá cambiaría el tapete de este juego. Ya no haría hincapié en la igualdad, sino en la diferencia. Finiquitado el discurso de la lucha de clases, el internacionalismo mutaría en multiculturalismo.
 
Cuando la Transición española, los nacionalistas eran grupos marginales, a los que la izquierda había dado carrete so capa de que representaban a sectores de la burguesía contrarios a la dictadura. La mayoría no movieron un dedo contra ella, pero quedaban bien en las componendas. La izquierda se puso a hablar de Estado español, como otrora los franquistas, y a tejer la narración de que España era un tinglado impuesto por las oligarquías, las monarquías o lo que fuera. Fabricó, en fin, el guión de tebeo que ha rescatado ZP para nutrirse de conocimientos sobre la materia.
 
Y fabricó o alojó también a los Maragalles. Y a otros muchos, que se escudan bajo términos respetables como federalismo. ¿Qué federalismo, cuándo de lo que aquí se trata no es de unir, sino de separar? El reñidero socialista pinta mal para los antiguos. Al empuje de las ideas fragmentadoras de la izquierda actual, se une el deseo de impedir ante todo que la derecha vuelva al poder. Y hay un poso común a socialistas y nacionalistas: ambas plantas crecen en el terreno arcaico de los derechos colectivos. Están pasando de la antítesis a la síntesis.

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