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Agapito Maestre

Nostalgia del Kursaal

sería gravísimo, si como circula por ahí, la rectificación de mi amigo a las declaraciones al diario ABC ha salido de un fax de La Moncloa.

El lunes, 23 de mayo de 2005, estuve tentado de retirar de mi vista una fotografía de periódico, que me ha acompañado durante más de cuatro años. Por unos instantes había desaparecido la grandeza, más aún la pureza, recogidas en aquella imagen. La prensa del lunes publicaba unas palabras que parecía romper el significado de la foto. Pertenecían a uno de los que allí aparecían. Porque yo no era capaz de reconocer sus declaraciones, sentí desazón, tristeza y desánimo. Pensé que eran una rendición a las promesas privadas de un político ventajista. Miles de sombras pasaron por mi cabeza, sin embargo, nunca pensé en la traición. ¡Qué extraño! Pero, en cuanto la sombra de la rendición se alejó de mi imaginación, me asaltó la crítica a la Pereza de Dante: “Aquella gente que no quiso compartir hasta el fin las fatigas del hijo de Anquises se ofreció por sí misma a una vida sin gloria”. Mi amigo, dije para mis adentros, quizá ya no aspire a ésta, pues que el triunfo lo ocupa todo en su vida. ¡Quién sabe!
 
La fotografía, sin embargo, sigue al lado de mi mesa de trabajo. Porque todavía hay dos personas que sigue manteniendo las mismas posiciones de entonces. Son dos hombres, dos genuinos hombres públicos, unidos por un apretón de manos. En la foto, estos dos hombres de diferentes partidos unen sus manos, mientras un tercero, de rostro sonriente y decidido, ayuda con las suyas a estrechar esa unión. Miro la fotografía y siento nostalgia de aquel extraño y grandioso acontecimiento. Sucedió hace poco más de cuatro años, el 28 de abril de 2001, en San Sebastián, no muy lejos de la calle Triunfo, donde había nacido el promotor y testigo de esta unión. En el Kursaal de San Sebastián tuvo lugar el primer acto importante de la campaña electoral vasca de 2001 convocado por ¡Basta Ya!
 
El principal animador del acto me invitó por teléfono a participar y allí me fui. Recorrí más de mil kilómetros. Estuve conduciendo casi toda la noche. Llegué agotado. El acto había empezado y el salón estaba abarrotado de público. Pero nada más entrar en el Kursaal sentí que estaba asistiendo a algo único. El coraje cívico y el alarde de ingenio de los organizadores conmovieron a toda España. Logré colocarme en un sitio magnífico, entre el escenario y la gran masa de asistentes, en una especie de plataforma desde la que veía perfectamente quienes ocupaban el escenario, víctimas la mayoría del terror de ETA, y de frente, al fondo, estaba la gran masa de público asistente. Presentaban el acto una mujer de rostro bondadoso y voz serena, Maite Pagazaurtundua, aún no habían matado a su hermano, y un periodista voluntarioso, José María Calleja, que más tarde conocí personalmente en las tertulias de la radio. Fue un acto hermoso. Los defensores de la Constitución creíamos que el terror podía ser derrotado. El discurso era certero y la moral alta. Gritábamos: unidad, unidad y unidad.
 
Se hizo el silencio y los focos se dirigieron hacia el centro del Kursaal. Allí apareció mi amigo, en el centro, a su izquierda estaba Jaime Mayor Oreja y Nicolás Redondo Terreros a la derecha. Juntaron sus manos y los asistentes aplaudimos gritando: España, España, España. El acto del Kursaal fue, seguramente, uno de los acto políticos más importante de la democracia española. Evanescente, sin duda, como todo lo grandioso. Un acto genuinamente político por el que siento nostalgia. Eclipsó toda la faramalla socialista de Polanco y González siempre dispuesta a entregarse al nacionalismo.
 
Al acabar me reencontré con muchos amigos y también, porqué no decirlo, con gentes extrañas, arribistas, incluso tropecé con uno que unos meses antes había censurado un artículo mío, porque yo mantenía que los objetivos finales de nacionalistas y terroristas eran idénticos. Pero no le di la mayor importancia, porque lo que allí había sucedido unos minutos antes era algo único. Magnífico. La manos de aquellos políticos habían logrado unirse por algo más que piedad, por algo más que “el dolor que sentimos por las víctimas” del terrorismo. Aquellas manos compartían, en verdad, pasiones, en cierto sentido el acuerdo era fruto de la compasión, pero el acuerdo estaba dirigido por el amor a una nación, España. El PP y el PSOE estaban unidos, como dijo ayer mismo Nicolás Redondo Terreros, por unos principios, unas reglas de juego comunes a quienes defienden la libertad. Allí se defendía la nación y la unidad de España, una realidad indisoluble, que fundamenta nuestra Constitución.
 
Más tarde, el 13 de mayo, los constitucionalistas perdieron las elecciones, pero ganó la dignidad. Recuerdo bien lo que escribí un día después. Lo recuerdo, porque se lo dediqué a quien me había invitado al acto. Sintetizo lo escrito. La regla aritmética de las mayorías no agota la democracia, y menos en sociedades sometidas al terror y al clientelismo político. El 13 de mayo ganaron los resentidos. Su precio en el mercadeo electoral ha subido unos enteros, pero ha crecido la dignidad de los perdedores. La campaña ha sido perfecta para los perdedores, pues han escrito una de las más bellas páginas de la historia de la dignidad humana. Han denunciado con pulcritud democrática la inmoralidad del voto nacionalista. Prueba de lo acertado de la denuncia, de la necesidad de desmontar un tejido social y político corrompido por el crimen, la extorsión y el chantaje de una banda terrorista, acompañada por un partido que se confunde con la administración autonómica y con la sociedad, o sea un partido totalitario, es que los constitucionalistas han perdido en las urnas. En su derrota reside su dignidad. Ésta, según nos han explicado tan pedagógica como valientemente los constitucionalistas, sólo tiene una definición. La dignidad es lo que no tiene precio ni recompensa. Una mayoría de votos por grande que sea no determina la dignidad, sino el precio que paga una sociedad aterrorizada porque los asesinos y sus acompañantes les perdonen la vida.
 
La dignidad no es pedir que lo dejen a uno “tranquilo”, mientras ve morir y padecer a sus semejantes. La dignidad no es paz de cementerio. La dignidad es luchar porque unos “individuos”, que no pasan de animales acorralados, adquieran rango humano. La dignidad es combatir para que el otro deje de ser un mero cliente y pase a su condición más humana, ser ciudadano. La dignidad no tiene recompensa, porque es lo que eleva al ser humano por encima de los animales. La dignidad, presupuesto de cualquier otra virtud, es el espejo que han creado los constitucionalistas para que el resto de los españoles, de los ciudadanos del mundo, puedan mirarse en él sin sentir vergüenza de ser hombres. El odio a la virtud, a lo que nos da la vida, ha sido la reacción mayoritaria de unos atribulados individuos ante la posibilidad de libertad y paz para todos los hombres residentes en el País Vasco. El “hombre” da asco, cuando se siente empequeñecido por el miedo, la estulticia y con la panza llena. Terror, clientelismo, manipulación permanente de las ideas, acompañados de todo tipo de resentimientos, son las causas fundamentales de la derrota de los defensores de la libertad para todos los vascos.
 
Los resentidos, los incapaces de ver la excelencia de la virtud democrática, culpabilizaron al bloque constitucional de unos resultados matemáticos, sin comprender que por primera vez en la historia de la democracia española dos partidos políticos, PP y PSOE, acompañados por lo más desarrollado de la sociedad vasca y española, defendieron, precisamente, aquello que a los asesinos, a los nacionalistas y a otros “aritméticos” de la política les da vida: España, Estado de Derecho y Nación Democrática. Aunque sólo fuera por eso, ahora, más que nunca, debemos gritar: ¡Basta ya de estrategas de la política que confunden causas con efectos! ¡Basta ya de engaños que confunden valor y precio, dignidad con mayorías!
 
En fin, el discurso de ¡Basta ya!, como el de la Asociación de Víctimas del Terrorismo y el Foro de Ermua, no podía ser otro que el de la dignidad. Mantenerlo ha sido, es y seguirá siendo la esencia de la democracia española. Por eso, la AVT convocó la manifestación del 22 de enero y por lo mismo nos manifestáremos el día 4 de junio en Madrid. Sin embargo, ayer, el hombre que luchó por la dignidad, ha preferido cambiar de registro y jugar a otra cosa, un juego peligroso, que no me atrevo a llamarlo por su nombre. Pero sería gravísimo, si como circula por ahí, la rectificación de mi amigo a las declaraciones al diario ABC ha salido de un fax de La Moncloa.
 
En todo caso, porque la dignidad ha sido derrotada por el Gobierno de Zapatero, siento nostalgia del Kursaal. Nostalgia de la política.

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