Hace muchos años, un viejo maestro me comentó que había percibido su ingreso en la ancianidad cuando eligieron Papa a un hombre más joven que él. Misteriosamente, esta observación, ingeniosa pero no especialmente sustantiva, ha permanecido en mi memoria, mientras otras de más enjundia se borraban de ella. Con ocasión del reciente cónclave, me preguntaba si sería llegada la ocasión de mi ingreso en la ancianidad, como le hubo acontecido al viejo maestro. El Espíritu Santo no lo ha querido y me queda todo un papado por delante, si es que sobrevivo a Benedicto XVI, que los achaques que acarreo y las piernas que malamente me acarrean no son signos alentadores.
La Iglesia Católica tiene desde sus orígenes un gobierno senatorial, pues seguramente para sorpresa de los estudiantes españoles, que sufren la pedagogía progresista, la palabra presbítero, si es que les suena, etimológicamente no quiere decir otra cosa que anciano. Claro que la propia palabra anciano tiene cada vez menos uso e incorpora un registro “políticamente incorrecto”. Los ancianos constituyen ahora la “tercera edad”. Desaparecida la tercera clase en los ferrocarriles, les hemos colgado los tres palitos a los ancianos. Y así transitan, con la incomodidad consiguiente, hasta la final estación, que es el morir.
Naturalmente, que a la Iglesia Católica le vaya bien el gobierno de los ancianos no es argumento suficiente para postularlo en otros ámbitos. Las ventajas de este tipo de gobierno no pueden ocultar inconvenientes, muy importantes para las comunidades políticas. Pero podría invocarse a este propósito el ideal del gobierno mixto. De hecho, aunque con retóricas muy diferentes de las que sostuvieron las expresiones clásicas de aquel ideal, la contemporaneidad acoge inspiraciones de esa naturaleza. Por limitarnos sólo a las que atienden a la participación en el gobierno de las diversas clases de ciudadanos, tenemos la tendencia a la institucionalización política de la igualdad de sexos. Podría, de modo parecido, postularse la institucionalización de un gobierno mixto también desde el punto de vista de las clases de edad. Una cuota de ancianos en el gobierno. Es cierto que esta posibilidad se opondría a las formulaciones clásicas de los principios liberal-democráticos, pero también se opone a ellos la institucionalización de un gobierno mixto por sexos y, sin embargo, esta tendencia semeja irresistible.
A los socialistas no parecen gustarle los ancianos. Lo digo, porque en Galicia, su argumento principal contra la candidatura de Don Manuel Fraga es su ancianidad. A incapacidad la ha asimilado recientemente Pepiño Blanco. El Gobierno de Zapatero está también desprovisto de ancianos, pero, en cambio, de esto no se puede inferir particular reluctancia hacia ellos, porque es la pauta dominante, tanto en España, como fuera, tanto en gobiernos socialistas, como en los no socialistas. Por eso sería descaminado atribuir las maldades de este Gobierno, que entonces no serían maldades, sino meras torpezas, a la ausencia en él de hombres, o mujeres, de edad, por tanto, con suficiente experiencia humana y política, que sirviesen de contrapeso a sus colegas más jóvenes.
La cuestión es otra. En política, como en todo, la bondad y la maldad son independientes de la edad. Pero hay buenos y malos, en el sentido de buenas y malas personas. Es verdad que la propia naturaleza del poder político (pero también del económico, etc.) requiere de parámetros evaluativos de la bondad distintos, y quizá algo más generosos, que los que se aplican al hombre común. Pero en política no sólo hay buenas y malas personas; no puede dejar de haber buenos y malos en otro sentido –creo que fue Minogue quien lo subrayó–, como categorías definitorias de las contraposiciones políticas. El guerracivilismo del Gobierno de Zapatero retrata a unos políticos no tanto imprudentes, cuanto malvados. Es una estrategia deliberada, sin otra motivación que la de perpetuarse en el poder. En este aspecto el paralelismo con el PRI mexicano es impactante. La última operación en esta dirección ha sido anunciada por el Fiscal General del Estado. Este hombre, tan sensible a cualquier tiquis miquis jurídico si se trata de perseguir judicialmente a los etarras y sus socios, pretende nada menos que la revisión judicial de los procesos criminales por causas políticas instruidos por el régimen franquista, desde el alzamiento militar hasta su expiración. No existe base jurídica para ello. Tampoco recursos; el aparato judicial crónicamente atascado por una carga de asuntos pendientes en continuo crecimiento, sería incapaz de afrontar tan ingente tarea. Ni se justifica esta pretensión en castigar a los eventuales culpables de excesos, pues están muertos, salvo quizá unas poquísimas excepciones, y la muerte extingue la responsabilidad criminal en cualquier país civilizado (y, por tanto, también en España, por lo menos hasta que llegó Zapatero al Gobierno).