La muerte de Juan Pablo II ha sembrado de unánime luto a Occidente y a Oriente, a las democracias y a las dictaduras más infectas. Pero la conmoción mundial provocada con la desaparición del Papa ha puesto a cada uno en su sito. Ha quedado al descubierto la insignificancia moral de José Luis Rodríguez Zapatero. Y aún más. La clamorosa ausencia del escenario del presidente, su voluntad expresa de evadir una condolencia pública, algo absolutamente insólito en el escenario europeo e internacional, produce escalofríos.
El jefe del Ejecutivo español está mostrando una altura política tan mínima que ahora se revela fría y calculadoramente ofensiva. ¿Cómo es posible que se atreva su Gobierno a invitar a los Reyes a asistir a los funerales del Papa? ¿Y cómo el hecho de que no haya sido capaz de acudir a la sede de la Nunciatura, legación oficial del Estado del Vaticano? ¿No quiere ZP irritar a sus socios Carod Rovira y Gaspar Llamazares? ¿Le parece síntoma de flaqueza rendir público homenaje o unas leves palabras de reconocimiento al líder espiritual que tanta deferencia tuvo por nuestro país al que distinguió con cinco visitas y que es aclamado por millones de españoles, católicos y no católicos? ¿Es rencor u odio? ¿Es un anticlericalismo feroz?
Todas las preguntas merecen una reflexión ante una actitud, la de ZP, superada hasta por el felón bananero Fidel Castro que a la hora honrar al Papa muerto ha acudido a la misa ofrecida en catedral de La Habana, ha firmado una larguísima condolencia “al infatigable batallador por la amistad entre los pueblos, enemigo de la guerra y amigo de los jóvenes” en la que terminó diciéndole a Wojtyla “nos duele tu partida inolvidable, amigo”.