José Luis Oncines Martínez (Cáceres) me hace observar uno de esos curiosos “falsos amigos” que provienen del inglés. Simplemente pasamos a dar un nuevo significado a una palabra española por la contaminación que supone una parecida en inglés. Mi comunicante me pone el ejemplo de fútil. “En inglés futile significa algo así como inútil, en español fútil quiere decir de poco aprecio o importancia”. El efecto del “falso amigo” es que en el español actual acabamos creyendo que fútil es solo “inútil”. La verdad es que los dos significados están muy próximos. En inglés futile quiere decir las dos cosas: inútil y de poca importancia; quizá se aplica más a personas. En español fútil califica más a cosas, situaciones. En latín futilis es originariamente la cualidad de una vasija rajada que pierde líquido. Es la que tiraban a la basura y hoy adquiere la dignidad de una pieza de museo arqueológico. Hay otros muchos ejemplos de “falsos amigos”. Recomiendo el Diccionario de falsos amigos inglés-español de Marcial Prado (Gredos). Hay otros diccionarios sobre el particular, pero baste por hoy.
Juan Díaz, residente en el Campo de Gibraltar, aporta algunas voces del Spanglish de la comarca. Por ejemplo, chinga (=chewing gum, chicle), ovatay (=over time, horas extraordinarias). En la misma línea de chiquichanca, añade chichitachi (=don nadie). Seguimos con el sonido chi y su carácter despectivo. Recordemos chiquilicuatre, chisgarabís, chichinabo.
Francisco Rodríguez critica el “yo me parece que”, una grave incorrección sintáctica. Tiene razón. Si se cometen esas tropelías es, una vez más, por influencia del inglés ubicuo. Añado que esa influencia llega a repetir mucho ese “yo”, incluso cuando no es incorrecto del todo. Por ejemplo, si en la frase anterior se dijera “Yo añado”. Reconozco que ese desvío lo pueden detectar los lectores de mis escritos innumerables veces. Se justifica cuando se quiere resaltar “yo, y no otros”, pero las más de las ocasiones es una inutilidad. Es típico el “yo pienso”. El yoísmo gramatical, mimético del inglés, debe ser desterrado de nuestras costumbres.
María Rodríguez Nanclares apunta un dato para la historia del término gay. “Lo popularizaron los homosexuales de San Francisco, poniendo en los stickers [=pegatinas] de propaganda que hacían y lucían con mucho orgullo Homo is gay, en alusión a que no era nada sórdido ni por lo que sentir vergüenza, sino que era algo alegre y lúdico. De tanto lucir sus pins [=insignias] con ese lema, pasaron a ser reconocidos como los gays”. En inglés gay es “alegre”. Es una bonita historia, pero lo de gay llevaba rodando mucho tiempo. Me pregunto si no derivará de Gaia, el nombre griego para la madre Tierra. Está también el origen del verbo latino gaudere (=alegrarse), con el doble sentido de sentir placer, de refocilarse sexualmente. En español decimos “mujer de vida alegre”, un eufemismo poco afortunado para “puta”. También es triste que tenga que definirse a una persona por sus inclinaciones sexuales. Es casi una forma de racismo. Desde luego, a mí me repugna ser considerado como heterosexual, o al menos el que esa calificación destaque sobre otras. Es como si me incluyeran en la categoría de “prostático”, por poseer esa glándula que no comparten las mujeres. En cuyo caso las mujeres pasarían a ser “histéricas”(literalmente, las que tienen matriz). Aberrante.
Pablo Terán se extraña de que una persona como yo, “miembro de LD y supongo [que] patriota”, utilice la palabra ratio, “que viene del inglés”. Cierto es que soy patriota y miembro de LD, pero lo de ratio nada tiene que ver con el patriotismo o con este periódico. No viene del inglés. Es una palabra latina, ratio (= razón, relación). Es una voz a la que no recurro casi nunca. Prefiero sus equivalencias castellanas, que son muchas: razón, relación, cociente, tasa, quebrado, índice, proporción, etc. En todo caso, dijera mejor la ratio y no el ratio, como se oye por ahí.
Carlos Gordo Blanco se pregunta por qué atmósfera es esdrújula cuando otras voces emparentadas son graves: biosfera, estratosfera, litosfera, etc. La palabra originaria latina es atmosphaera (grave), la cual se introduce en el español del siglo XVIII como atmosfera (grave). Se pasa luego a esdrújula para recuperar su origen griego: atmós (= vapor) y sphaira (= esfera). En las otras palabras emparentadas no se produjo ese tirón del origen, al ser todas neologismos.
José Luis Carrión Vigil me reprende: “Horroroso el título ad hóminem, D. Amando. Seamos más cuidadosos. El latín no conoce tilde. Zapatero a tus zapatos”. Lo tengo dicho y lo repito. Aunque en latín no haya tildes, al utilizar las expresiones latinas en castellano nos permitimos “tildarlas” cuando así lo exija nuestra norma. Nos tomamos esa liberalidad porque el latín es nuestra madre nutricia (alma máter). Esa decisión la incorpora, por ejemplo, el excelente Diccionario de latinismos y frases latinas de Gregorio Sánchez Doncel. Lo prologa mi maestro en el arte periodístico, Antonio Fontán. De todas formas, no es una exigencia la de colocar la tilde en las palabras latinas. Unas veces se hace ese esfuerzo y otra se evita. Pero, si lo hago en ocasiones, no es por descuido ni por ignorancia. Los asuntos de la escritura son también mis “zapatos”.