A lo largo de los últimos días los periódicos se han ido llenando de “alegatos finales” a favor o en contra de la Constitución europea. Lo más llamativo es que muchas de las personas que se han mostrado críticas con la convocatoria del referéndum, con el desarrollo de la campaña, y con el propio Tratado, han terminado por inclinarse por un “sí, crítico”, apoyado finalmente en que “pese a todo hay que estar en Europa”.
El “sí crítico” no existe en un referéndum, no cuenta, es como cualquier otro “sí”. Si lo que se quiere es que las condiciones de la convocatoria mejoren, hay que votar “no” transitoriamente, porque si ganara el voto negativo probablemente habría un nuevo referéndum, en mejores condiciones, como en Dinamarca o en Irlanda. El “sí crítico” es el “no”, que no nos sacaría de Europa, al contrario, nos acreditaría como un país serio en su europeísmo.
El europeísmo español es muy débil, también entre las élites, porque es meramente retórico y suele desconocer que la UE no es la expresión de una intención o del gusto por una tradición cultural, sino un sistema político, un modo de ordenar algunas actividades fundamentales en cualquier comunidad: cómo se obtiene el poder, cómo se ejerce y cómo se pierde. La UE dice todas esas cosas de cada uno de los sistemas políticos de los Estados que forman parte de ella. Lo dice también de España. No se trata de poesía, de filosofía, de música o de arquitectura, sino de poder.
Es sorprendente, por ejemplo, que quienes apelan a la defensa de la Constitución española ante el plan Ibarretxe ignoren los efectos del artículo I-6 de la Constitución europea, que nadie haya comentado la decisión del Tribunal Constitucional que dice que la aprobación de ese artículo no requiere una reforma constitucional previa –contra la doctrina que él mismo estableció en 1992–, cuando lo que hace es transferir a la UE el poder de reformar indefinidamente la Constitución española sin preguntar a los españoles. ¿Cómo puede eso no ser inconstitucional? ¿Quiere usted votar sí a eso, aunque sea críticamente?
Todos los poderes enumerados en la Constitución de 1978 han sido profundamente alterados por el proceso de integración europea, y para mal. El pluralismo político es mucho menor en el sistema español europeizado que en el sistema español originario; el control del legislativo sobre el ejecutivo prácticamente desaparece (lo que explica que los gobiernos quieran “más Europa”, es decir, menos control parlamentario sobre lo que hacen); no hay separación de poderes; la distribución territorial del poder (el Estado autonómico) es ya una caricatura de sí misma; los jueces no aplican la ley, sino la normativa europea, que es aprobada con los votos del Consejo y de los eurodiputados (hemos perdido peso en el Consejo y hemos perdido eurodiputados, pero al parecer eso da igual porque lo importante es “estar en Europa”) Usted ya no elegirá –salvo muy limitadamente– a quienes hacen la ley que aplican los jueces españoles sobre usted mismo. ¿Le parece importante?.
No es posible defender el sistema político español originario y a la vez defender el sistema político español europeizado. Son dos sistemas incompatibles: el poder se obtiene, se ejerce y se pierde de manera distinta. Al menos deberíamos pensar sobre ello y transmitirle la información a la opinión pública, para que podamos medir los efectos de nuestro europeísmo y comprometernos con ellos.
El domingo no celebramos juegos florales, votamos sobre la forma del poder, sobre nuestro autogobierno, sobre la forma en que nuestra voluntad general sobre nuestro interés general se convierte en nuestra ley. Eso cambiará si gana el “sí”, y cambiará para mal.