La idea de Dios es, seguramente, la más racional de la historia de la filosofía. Los filósofos la combaten o la justifican. Mas nunca han sido indiferentes, aunque a veces, cuando la cosa se pone fea, el filósofo trata de situarse más acá o más allá del Absoluto; pero de ahí no se deriva que Dios, y sobre todo lo religioso, es un asunto que como tal deba borrarse o, como quieren algunos, encerrarse dentro de los límites de la opinión privada. Eso es lo que han pretendido los redactores del Tratado de la Constitución de la Unión Europea, pero la solución no parece haber contentado a nadie. Por lo tanto, el filósofo, cuando habla de política y piensa en los principios directrices de una sociedad, tiene la obligación, so pena de renunciar a su oficio, de pensar los fenómenos religiosos como principios generadores de una sociedad. Ello no significa que lo político y lo religioso coincidan, sino que, precisamente, sus relaciones nos ponen ante la evidencia de que uno y otro son formas tan simbólicas como públicas de acceso al mundo.
Para bien y para mal, la religión, o mejor, el cristianismo europeo, sigue viviendo en tensión permanente entre el reino natural y el sobrenatural. Por fortuna para la cultura occidental, el cristianismo, ese que tanto desprecian los relativistas, sigue siendo la única religión que concede al mundo histórico-profano, a la modernidad, un valor inmanente. El cristianismo es, pues, una religión laica. He ahí la grandiosa aportación del cristianismo a la cultura occidental, que los redactores de este Tratado no han querido ver, simple y llanamente, porque estaban secularizando los principios del cristianismo. ¡No han sabido darle su lugar a la civilización que nos trajo la libertad! No saber qué hacer con el cristianismo, más aún con la civilización cristiana, es una forma de darle expresión a la crisis política que vive Europa respecto a EEUU.
Por supuesto, nadie debería exculpar de esta situación a la propia jerarquía eclesiástica. Su responsabilidad deber juzgarse en los excesos eclesiásticos por extender la idea de un “cristianismo a la carta” que pudiera terminar anulando la esencia de la cultura cristiana. Sin embargo, la reacción del ciudadano cristiano ante este Tratado no deja de resultar sugerente para el pensamiento político en general, y para el desarrollo de la democracia en particular. Por un lado, la Conferencia Episcopal española, de acuerdo con el principio de laicidad que orienta la religión cristiana, deja al libre albedrío de sus feligreses que voten a su antojo en el referéndum del próximo domingo.
Pero, por otro lado, de acuerdo con la regla fundamental del cristianismo, que intenta comportarse correctamente en este mundo sabiendo que es de otro mundo, o sea, de mantener la tensión, y hasta el enfrentamiento, entre el más allá y el más acá, entre la paradoja de “dad al César lo que es del César y a Dios lo que es Dios” (Lucas, 20, 25), el ciudadano cristiano ha experimentado en su propia carne que el César, ZP, la Unión Europea o como quiera llamársele, no sólo ha rechazado la idea del Dios cristiano, sustituyéndolo en el mejor de los casos por una religión de la razón, sino que está obsesionado por replicar todas las opiniones de la Iglesia católica con letanías laicas.
Así las cosas, ¿cuál será entonces la respuesta del ciudadano cristiano ante el referéndum? Sospecho que dirán: No. En efecto, votarán no, porque ningún ciudadano cristiano pueda votar a favor de quien ha reducido la religión cristiana a burdas supersticiones o, peor todavía, creencias biodegradables. Pero, sobre todo, el ciudadano cristiano dirá no, porque alguien que reduce la idea más racional de la filosofía occidental a una pedrada no merecerá su respeto intelectual. María Zambrano, la pensadora más tristemente manipulada por ZP y su gente, explicaría bellamente este NO al Tratado de la Unión: “La idea de Dios es la más racional de la filosofía (…). Es que Dios se dice de muy diferentes maneras, y en España hay la manera especial de usar la palabra Dios como si fuera un pedrusco que le tiraran a uno a la cabeza. Ello viene de ese algo muy español, que es el usar las palabras más bellas, más esperanzadoras, más respetables, como si fueran pedruscos.”