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Pío Moa

Che Guevara

El Che tuvo mucho de carnicero chequista, fue un asesino en serie cuando tuvo la oportunidad, pero lo que ha hecho simpática su figura ha sido que escapa a la imagen de burócrata frío y brutal típica de los regímenes comunistas

Han salido recientemente dos libros, uno sobre la Pasionaria, por Ángel Maestro, y otro sobre Che Guevara, por Fernando Díaz Villanueva, colaborador de Libertad Digital, ambos bien reveladores de hasta qué punto ha calado la mitología comunista y hasta qué punto es ella una fabricación ideológica trivial y perversa.
 
La efigie del Che Guevara, tras dos o tres décadas de semiolvido, ha reaparecido en los últimos años en camisetas, carteles y pancartas. No con la fuerza ni la relativa inocencia de antaño, sino con un regusto nostálgico y abiertamente gulagiano, pues hoy nadie puede llamarse a engaño sobre lo que significó el personaje. Pese a lo cual la manipulación continúa.
 
La mayoría de los revolucionarios de izquierda tiene una fuerte vocación de burócrata y chequista, a veces algo escondida (nunca mucho) para ellos mismos. Es decir, de burócrata capaz de decidir con poder absoluto sobre la vida de la gente, y de represor despiadado de cualquier disidencia. El Che tuvo mucho de carnicero chequista, fue un asesino en serie cuando tuvo la oportunidad, pero lo que ha hecho simpática su figura ha sido que escapa a la imagen de burócrata frío y brutal típica de los regímenes comunistas, y entra más bien en la del aventurero, del hombre de acción que intenta realizar sus utopías hasta morir en el empeño. Se ha hablado de él como un Don Quijote de la revolución.
 
Sin embargo, demuestra Díaz Villanueva, la imagen no puede ser más falsa. Aventurero, desde luego, lo era, y pocas cosas más criticadas que el "aventurerismo" en los grises medios leninistas. De ahí las sospechas siempre existentes de que el aparato castrista procuró librarse de él para explotar póstumamente su muerte "heroica". Pero aunque aventurero, el personaje no tenía nada de Don Quijote, con quien a veces él mismo se comparó. Su ideal práctico lo resumen sus propias palabras: "El odio como factor de lucha, el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar". Nada menos caballeresco o quijotesco que esta prédica del odio hasta convertir a los hombres en máquinas criminales. La muerte de un sujeto semejante en ningún caso puede llamarse heroica.
 
Esta prédica del odio como una virtud es vieja conocida nuestra. La hemos visto en la propaganda socialista de la segunda etapa de la república, con los trágicos resultados conocidos, y la vemos ahora reverdecer con pretextos como las fosas de los fusilados o la represión franquista. Pero, ¿a qué viene tanto odio? Podría uno explicárselo si naciera de experiencias personales nefastas, de individuos explotados salvajemente, por ejemplo, o con su juventud destruida por injusticias. Pero no hay nada de eso. Los sembradores del rencor nunca o casi nunca pasaron penurias o fueron explotados o, simplemente, trabajaron manualmente. Por lo común llevaron siempre vidas bastante acomodadas, y más bien les corresponde la calificación de señoritos. Guevara, desde luego, no es una excepción, aunque como ministro comunista le gustara pasar alguna que otra jornada de "trabajo voluntario" mientras arruinaba a Cuba con sus pueriles medidas económicas.
 
Porque, nos explica convincentemente Díaz Villanueva, la propia experiencia del fabricante de máquinas humanas de matar debía de haberle mostrado la falsedad de sus ideas. Su ignorancia, por no decir chifladura, le llevó a jactarse: "La tasa de crecimiento que se da como una cosa bellísima para toda América es 2,5 por 100 de crecimiento neto (…) Nosotros hablamos de 10 por 100 de desarrollo sin miedo ninguno (…) Es la tasa que prevé Cuba para los años venideros". Y a esa tasa se acercó España en los años 60-75, pero no la Cuba de Castro, dirigida por semiorates como Guevara, que expandieron prodigiosamente la pobreza, perpetuaron un racionamiento miserable e impulsaron a exiliarse a un quinto de la población, verdadero record en cualquier dictadura.
 
Ante un fracaso tal, cualquier persona con dos dedos de frente y una elemental honradez se habría replanteado sus odios y sus filias, pero el replanteamiento castrista consistió en reforzar su poder mediante un sistema policiaco que convierte a la gente en denunciadora de sus vecinos. Guevara, a su vez, reaccionó huyendo hacia delante, tratando de hacer a otros pueblos víctimas de su fanática ignorancia. Esa reacción alucinada es la que le ha valido la admiración de una multitud de idiotas o indocumentados manipulados por los burócratas-chequistas de La Habana y similares. Díaz Villanueva deja todo ello bien en claro en este libro, que debieran leer los admiradores del Che para clarificar sus ideas sobre un mito fangoso, como tantos otros.

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