Es sabido que resulta metafísicamente imposible simular la mediocridad. De ahí, por ejemplo, que no exista un sólo gran novelista que haya sido capaz de producir un best seller. Inevitablemente, ocurre así porque el mediocre nace, no se hace. En reflexión paralela a la que nos ocupa, aseguraba el maestro Cela –creo recordar que en Mazurca para dos muertos– que hay hasta siete señales que juntas sirven para desenmascarar al hijoputa. Sin embargo, identificar diligentemente a los mediocres supone empeño mucho más llevadero, pues basta con detectar una sola pauta. Es ésta: en todo momento porfían para anular el razonamiento lógico en favor de un indigesto revoltillo condimentado a base de emociones y juicios de intenciones, a partes iguales.
En tan tosco menester, el embajador de España en Cuba, Carlos Alonso Zaldívar, se revela como un verdadero artista. En concreto, y para ser precisos, es el Scott Fitzgerald ibérico. Y es que, al igual que el otro, también él habla con la autoridad que le da el fracaso. Así, aspiró en su día a convertirse en el Koba del Partido Comunista de España, y se ha quedado en simple nuncio de la cofradía del resentimiento ante la corte del Rey Sol y Menores a Buen Precio.
Con ese nombre suyo de galán de Cifesa, Carlos Alonso no podía resultar un gran malvado. Y no lo es; no, no puede. Como igualmente nacieron castrados para consumar esa vocación sus dos jefes, Curro y Rodríguez. Porque ejercer el Mal, así, con mayúscula, exige poseer el talento que Dios les escatimó a los tres. No, Charly únicamente es un mediocre; eso sí, grande, muy grande, casi tanto como los que le pagan la soldada cada mes. Y además, un sentimental, igual que todos los de su condición.