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Gabriel Calzada

Discriminación sexual

Cuando el estado interviene para prohibir algún tipo de discriminación de casos según sus riesgos asociados, como ocurre en la imposición de seguros unisex, resquebraja los fundamentos del seguro

La pasada semana los ministros de asuntos sociales de la UE llegaron a un acuerdo para imponer a partir del año 2007 la obligatoriedad de seguros unisex. En sus politizadas mentes o, quién sabe si tan sólo en sus viperinas lenguas demagogas, la excusa para llevar adelante acción tan asocial es la necesidad ética de acabar con la discriminación sexual. Dicho así, tan sólo la personas homófobas o misóginas podría estar en contra de la medida. Sin embargo, si se le dedica la merecida reflexión se comprenderá que existen razones de peso para que todo individuo que no esté completamente cegado por el igualitarismo más recalcitrante vea esta nueva vuelta de tuerca socializadora con indignación. No es para menos, su aplicación efectiva supondrá una amenaza para el futuro de una de las instituciones sociales más importantes además de una flagrante intromisión en la libertad de contratos.
 
Lo que estos señores y señoras ministros están poniendo en peligro es ni más ni menos que la institución del seguro y su papel social consistente en la reducción e, incluso, eliminación del riesgo al que día a día nos tenemos que enfrentar. El seguro se fundamenta en la reunión de casos con un mismo riesgo asociado en relación con la ocurrencia de un evento dañoso para crear clases en las que cada miembro –tenga el sexo que tenga- paga una misma prima y, a cambio, tiene la tranquilidad de que en caso de verse afectado por el evento en cuestión, el asegurador se hace cargo de la indemnización o de la restitución del daño. Por ejemplo, una compañía de seguros de terremotos tiene que estudiar escrupulosamente las características geológicas del emplazamiento y los materiales constructivos de la propiedad de cada cliente. Una vez estudiados estos factores, la compañía discrimina según la presencia de estas características en los distintos casos individuales y agrupa aquellos con un riesgo similar. La compañía puede asegurar a todos, pero a cada uno como miembro de un grupo que está sujeto a un riesgo del cual se deduce una prima actuarial y nunca como caso particular. En su clasificación, las compañías de seguros no distinguen entre hombres y mujeres a menos que el género implique un riesgo diferente. Si la compañía de seguros yerran en su clasificación de colectivos juntando en una misma clase a miembros con distinto riesgo asociado, se encontraría con el problema de la selección adversa. Para que se entienda el problema imagínese la clasificación conjunta en un seguro médico de una monjita de clausura y de un heroinómano. Antes o después la monja, y en general todo aquel que está erróneamente clasificado con casos de mayor riesgo, se dará cuenta de que gente con mucho más riesgo pagan lo mismo y que ella desembolsa más de lo que sería necesario para asegurarse. Sería asombroso si quienes tienen un menor riesgo no dejasen de asegurarse y trataran de encontrar otro asegurador que les agrupe con casos más homogéneos o simplemente prefiriesen ahorrar para poder afrontar los imprevistos.
 
Vemos que la misión del asegurador no es otra que discriminar en virtud de cualquier característica que pueda representar una influencia en la probabilidad de ocurrencia del evento asegurado. Las mujeres y los hombres no tienen por qué tener siempre asociados distintos riesgos ante los diferentes seguros. Sin embargo, la naturaleza de hombres y mujeres son distintas y ni siquiera una tonelada de decretos y mandatos pueden cambiar esa realidad. En ocasiones esas diferencias determinan distintos riesgos actuariales. Es el caso del mayor riesgo de baja médica en las mujeres de entre 25 y 45 años que entre los hombres de esa misma edad o la superior prima de seguro de vida en las mujeres en función su mayor longevidad. Lo contrario ocurre con los seguros de accidentes de automóvil. Aquí los hombres tienen un riesgo asociado más elevado. Pero cuando el asegurador discrimina entre hombres y mujeres no lo hace por sexismo sino por profesionalismo, al igual que cuando discrimina entre el seguro de vida de un hombre diabético y el de un hombre sano no lo hace por odio al enfermo.
 
Cuando el estado interviene para prohibir algún tipo de discriminación de casos según sus riesgos asociados, como ocurre en la imposición de seguros unisex, resquebraja los fundamentos del seguro. En primer lugar, porque trasmite la equivocada idea de que los empresarios aseguradores o el mercado en sí mismo son perversos. En segundo lugar, porque provocan la selección adversa y ponen en peligro el futuro de los seguros. En efecto, si las aseguradoras no pueden discriminar entre hombres y mujeres cuando la diferencia de sexo lleva asociado un riesgo distinto de siniestralidad, numerosos asegurados del género con menos riesgo tendrán incentivos para no renovar sus contratos de seguro. La compañía tendrá que incrementar la prima del seguro y se irá quedando progresivamente con el colectivo de mayor riesgo con lo que, al final del proceso, sólo unos pocos quedan asegurados y la compañía habrá perdido gran parte de la clientela. La mayoría se habrá quedado sin seguro frente a riesgos que con anterioridad parecían haber quedado eliminados.
 
Una vez patentes las nefastas consecuencias de la intervención "antidiscriminatoria" en el ámbito actuarial, los políticos sólo tienen dos opciones para tratar sacarnos del embrollo al que han conducido a la sociedad: Dar marcha atrás y renunciar a su tentación intervencionista o huir hacia adelante y hacer obligatorio el seguro. La primera medida requiere honestidad e inteligencia, dos cualidades que rara vez se encuentran entre la clase política. Así que por desgracia cabe esperar que los seguros unisex no solo terminen siendo únicos sino obligatorios. Pero un "seguro obligatorio" en el que el cliente no ha dado voluntariamente las primas actuariales para que la compañía aseguradora los mutualice con las aportaciones de otros clientes que tengan un riesgo homogéneo, no es un seguro. El ciudadano se ve obligado a realizar un ahorro forzoso que no sirve para asegurar sino para un programa de redistribución de rentas. Por su lado, la compañía de seguros deja de ser tal y pasa a ser una agencia estatal de redistribución forzosa.
 
Una vez llegados a este utópico mundo comunal, la discriminación por motivo de género puede que haya desaparecido. Pero con ella lo habrá hecho también la institución del seguro. Ojalá nuestros gobernantes pudieran pensar más allá de las consecuencias inmediatas de sus políticas públicas y entendiesen el riesgo de dejarse llevar por eslóganes políticamente correctos y socialmente desatinados.
 
Gabriel Calzada Álvarezes representante delCNEpara España

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