Si vienes a Cataluña, ni se te ocurra pensar que ya eres de Cataluña. Eso lo decidirá el president Maragall en su momento, si llega. De todos modos, te confesaré que la condición necesaria, aunque no suficiente, para que nos predispongamos a concederte la gracia exige que coloques un asno justo al lado de la matrícula del coche. Sí, has leído bien, un burro, y cuanto más grande mejor. ¿Recuerdas aquello de que "si ellos tienen ONU, nosotros dos"? Pues es lo mismo. Porque si allí hay toros, aquí sobran rucios. Aunque no creas que podrás recurrir a cualquier pollino en ese rito de acceso a la tribu. Has de saber que la liturgia exige el concurso de un auténtico garañón patrio, del genuino pollino del país. Así, tu blasón hará honor a ese glorioso rucho, milagrosamente preservado a través de los siglos de la promiscuidad con los genes de la coz ajena. Sólo él te ungirá en la esencia de la burricie autóctona, incontaminada; la de la casa, la que algún día podrás afirmar como propia.
Tal vez hayas oído del fondo exquisitamente cultural de nuestro nacionalismo; en ese caso no irías equivocado. Mas ten en cuenta que por empatía, vivimos impregnados hasta el tuétano de todo lo francés. Quiero decirte con eso que Baudrillard y Lacan nos son tan familiares como próximos te resulten a ti Concha Velasco o Tony Leblanc. Y no te digo nada de Levy Strauss, que es como de la familia. Con decirte que Mayor Zaragoza convenció a la Asamblea de la UNESCO de que lo suyo, que es lo nuestro, se adoptara como definición universal de cultura. Porque lo suyo, que ya te digo que viene a ser lo nuestro, ahora es lo canónico. Lo dicen los papeles de la ONU: la cultura está constituida por todos aquellos hábitos, tradiciones, normas y conductas que conoce hasta el más burro de los miembros de una sociedad. Porque la integran los saberes que cualquiera adquiere únicamente con nacer ahí, vivir ahí y jamás, bajo ningún concepto, ir más allá de ahí.