Vaya usted a saber a santo de qué el mayor artista ajedrecístico de toda la historia se planteó un buen día como su jugada más brillante, apoteósica y perfecta, el andar esquivando "sine die" el jaque mate de periodistas, aficionados o simples curiosos que se acercaban para escudriñar si aquel cerebro prodigioso, capaz de albergar cientos de miles de jugadas, vencer al Gran Maestro Benkö en tan sólo veintiún movimientos o machacar a Boris Spassky, reposaba también sobre unos hombros que, a su vez, descansaban en un tronco que era sostenido por unas piernas que finalizaban en dos pies con cinco dedos cada uno como los de todos los seres humanos.
Quizás sea un insolidario, o un ermitaño con malas pulgas, o miembro fundador de una de esas sectas que pregonan que hoy es el día del juicio final, y si no lo será mañana, y si no pasado o al otro; puede que únicamente pretenda descansar escapando, o a lo mejor lo que ocurre realmente es que Bobby Fischer nunca quiso ser él mismo, ni tampoco el personaje que los demás nos encargamos de retratar sin conocerle lo suficiente, en cuyo caso todo sería menos romántico y mucho más triste porque habría iniciado hace años una huída mística hacia un callejón que no tiene salida.
Puede que Fischer, a diferencia del niño Josh Waitzkin que, en la película de Steven Zallian, buscaba llenar el hueco dejado por él, ya no tenga ningún hueco que llenar él mismo, o a lo mejor es mucho más simple que todo eso y lo que ocurre es que el genio está hasta los mismísimos "alfiles" de seguir dando explicaciones y responder a nuestros contínuos "¿por qué?", "¿por qué", "¿por qué?"...